HACE CIEN AÑOS . PARA REFLEXIONAR HOY...

LA JUSTICIA DIVINA Y LA GUERRA ACTUAL ( 14 de julio, 1915)

Hace ya un año entero que las pruebas de una guerra sin precedentes se abaten sobre Francia. Un velo de tristeza y de duelo se extiende sobre nuestro país y muchos de nuestros hermanos lloran por sus seres amados que han perecido.
En presencia de tal cúmulo de males es menester proyectemos nuestros pensamientos hacia los principios eternos que rigen a las almas y las cosas. Sólo en el Espiritismo hallaremos la solución de los múltiples problemas que el drama actual plantea. En él beberemos los consuelos capaces de mitigar nuestro dolor.
Perturbados por los acontecimientos que vienen sucediéndose, muchos amigos me preguntan:
-¿Por qué permite Dios tantos crímenes y calamidades?
Ante todo, digamos que Dios respeta la libertad humana, por cuanto ésta es el instrumento de todo progreso y la condición esencial de nuestra responsabilidad moral. Sin libertad -vale decir, sin libre arbitrio- no habría bien ni mal y, por tanto, no existiría posibilidad de progreso. Es ese el principio de la libertad, que constituye a la par la prueba y la grandeza del hombre, puesto que le confiere el poder de escoger y de obrar; es el origen de los esplendores morales para aquel que esté resuelto a elevarse. ¿Acaso no estamos viendo, en esta guerra, a unos que se rebajan por debajo del nivel de la animalidad y a otros que, con su consagración y autosacrificio, alcanzan las alturas de lo sublime?
Reconocemos que para Espíritus inferiores, como lo son la mayoría de los que pueblan la Tierra, el mal es resultado inevitable de la libertad. Pero Dios, en su honda sabiduría y su ciencia infinita, del mal cometido sabe extraer un bien para la humanidad. Colocado por encima del tiempo, domina ÉI la serie de los siglos, en tanto a nosotros, en nuestra efímera existencia, nos cuesta trabajo aprehender el eslabonamiento de las causas y sus efectos. De todos modos, tarde o temprano y sin lugar a dudas suena la hora de la justicia eterna.
Sucede a veces que los hombres, olvidando las leyes divinas y la finalidad de la vida, resbalan por la pendiente del sensualismo y se hunden en la materia. Entonces, todo lo que constituía la belleza de su alma queda velado y desaparece, dando lugar al egoísmo, la corrupción y el desarreglo en todas sus formas. Tal venía ocurriendo desde mucho tiempo atrás en torno de nosotros. La mayor parte de nuestros contemporáneos no tenían ya otro ideal que la fortuna y el placer. El alcoholismo y la disipación habían cegado las fuentes de la vida. Y para tantos excesos sólo quedaba un remedio: ¡el sufrimiento! Sabido es que las bajas pasiones emanan fluidos que poco a poco van acumulándose y terminan por resolverse en catástrofes y calamidades: de ahí la guerra actual.
Sin embargo, no faltaron advertencias al respecto. Pero los seres humanos hacían oídos sordos a las voces del Cielo. Dios ha dejado hacer, pues sabe que el dolor es el único medio eficaz para reconducir a los hombres a miras más sanas y sentimientos más generosos. Con todo, ha puesto un freno a la furia del enemigo. Pese a su talento organizador y a su preparación minuciosa, Alemania ha sido detenida en la ejecución de sus planes. Su feroz crueldad y su ambición desmedida han levantado contra ella a los poderes celestiales. Tras el lento trabajo de disgregación del antimilitarismo, la victoria del Marne y el entusiasmo de nuestras tropas sólo pueden explicarse por la intervención de las fuerzas invisibles. Ahora bien, esas fuerzas siguen actuando, de ahí que, a despecho de los sombríos pronósticos de la hora presente, conservemos intacta nuestra confianza en el porvenir.

Desde el punto de vista material, Dios hubiera podido impedir que se desencadenara la guerra. Pero, desde el punto de vista moral, no podía hacerlo, puesto que una de sus leyes supremas exige que todos -tanto los individuos como las colectividades- suframos las consecuencias de nuestros actos.
Las naciones comprometidas en la lucha actual son culpables en grados diversos. Alemania, por su orgullo insensato, su culto de la fuerza bruta, su desprecio por el derecho y sus mentiras y crímenes, ha suscitado contra ella a las fuerzas vindicativas. Un orgullo excesivo acarrea siempre la caída y la ruina. Fue el destino de Napoleón y será el de Guillermo II10. Las responsabilidades de este último son terribles, porque su conducta no sólo ha provocado hecatombes sin precedentes en la historia, sino que pudiera además hacer que Europa pierda el cetro de la civilización. Durante mucho tiempo pudo engañar a la opinión pública, pero no engañará a la justicia eterna.
En cuanto a Francia -lo hemos dicho antes-, su liviandad e imprevisión, su desenfrenado amor por los placeres debían atraerle fatalmente duras pruebas. Subrayémoslo: hubo de ser al día siguiente de un proceso en que la descomposición nacional se mostraba a plena luz cuando la guerra estalló. Lo que había de peor en nosotros no eran nuestros defectos, sino más bien ese estado de conciencia que no distingue ya el bien del mal: es esa la peor de las condiciones morales. Los lazos de familia se habían relajado hasta tal punto que se consideraba a los hijos como una carga. Por eso la despoblación, resultante de nuestros vicios, nos encontró debilitados y disminuidos frente a un adversario temible. Pero el alma francesa conserva recursos inmensos. De este baño de sangre y lágrimas puede salir revigorizada y regenerada.
 GUILLERMO II, Rey de Prusia y Emperador (Kaiser) de Alemania, había nacido en Berlín en 1859 y fue proclamado en 1888. Ambicionaba convertir a Alemania en una gran potencia imperialista. En 1918, tras la derrota, desmoronados definitivamente sus sueños de grandeza, se exilió en los Países Bajos y abdicó la corona, pasando allí el resto de sus días. Al fallecer, en 1941, otra vez estaba Alemania comprometida en una aventura bélica destinada, como la anterior, al fracaso. Nótese que la profecía que hace LEÓN DENIS en estas páginas -escritas en 1915-, anticipando la caída del Kaiser, tuvo pleno cumplimiento tres años después. [N. del T.]
Ante la justicia divina no son tan sólo Alemania y Francia las naciones que tengan pendientes grandes deudas. Entre los males que señalábamos los hay que se extienden a Europa entera. En casi todas partes encontramos hombres semejantes a los que existen en torno de nosotros, con la conciencia muerta y que han hecho del bienestar la finalidad exclusiva de su existencia, como ciertos políticos y estadistas que abrigaban la pretensión de presidir los destinos de nuestro país.
A fin de reaccionar contra esas enfermedades de la conciencia y ese bajo materialismo, ha permitido Dios que las calamidades adoptasen un carácter generalizado. Si sólo hubieran sido parciales, unos habrían asistido con indiferencia a los padecimientos de los otros. Para arrancar a las almas de su letargo moral, de su profunda sumersión en la materia, era necesario este suceso desastroso que sacude a la sociedad hasta en sus cimientos mismos. Pero ¿será suficiente la terrible lección que estamos recibiendo? Si resultara inútil, si las causas morales de decadencia y ruina siguieran persistiendo en nosotros, entonces sus efectos continuarían desarrollándose y la guerra volvería a aparecer con su secuela de males. Precisa, pues, que una vez pasada la tormenta, la vida nacional se reanude sobre nuevas bases morales y el alma humana aprenda a desprenderse de los bienes de la materia, a comprender lo nada que ellos significan. De no ocurrir así, todos los sufrimientos experimentados habrán sido estériles y nuestra bella juventud habrá sido segada sin beneficio alguno para Francia.

¿Alguna vez se podrán abolir, extinguir los odios que separan a los pueblos? Los socialistas lo han intentado, pero su propaganda internacionalista sólo tuvo por resultado un resonante fracaso. Las nobles e inútiles protestas de los pacifistas y sus llamados al arbitraje no nos parecen ya, en el actual conflicto, sino ilusiones infantiles. Bajo el soplo de un viento huracanado las naciones se están lanzando unas contra otras sin pensar en recurrir al tribunal de La Haya.
No menos impotentes se han mostrado las religiones. Dos monarcas cristianos -o presuntamente tales-, o al menos místicos y devotos, han desencadenado todas las calamidades de esta hora. El Papa mismo no ha sabido encontrar la expresión fuerte que correspondía para marcar a fuego las atrocidades de los germanos.
Con miras a remediar nuestros males haría falta que la educación se renovase por completo, que la conciencia profunda despertara; sería preciso enseñar a todos, desde su niñez, las grandes leyes del destino, con los deberes y responsabilidades a ellas inherentes; se necesitaría que cada cual, desde su tierna edad, fuese penetrado del hecho de que todos nuestros actos recaen fatalmente sobre nosotros mismos, con sus consecuencias buenas o malas, felices o penosas, así como la piedra que se arroja al aire vuelve a caer al suelo. En síntesis, es menester que demos a las almas un alimento más sustancioso y más vivificante que aquel con el cual vienen siendo nutridas desde hace siglos y que ha tenido por resultado la quiebra intelectual y moral de que somos los entristecidos testigos. En tanto las enseñanzas escolares y religiosas dejen al hombre en la ignorancia del verdadero objetivo de la vida y de la gran ley de evolución que la rige por medio de sus existencias sucesivas y renacientes, la sociedad seguirá entregada a las pasiones indignas y al desorden, y la humanidad continuará siendo desgarrada por violentas convulsiones.
Sería tiempo ya de enseñar al hombre a conocerse a sí mismo y gobernar las fuerzas que en él residen. Si supiera que todos sus pensamientos y todos sus actos hostiles, egoístas o envidiosos, contribuyen a acrecentar los poderes maléficos que sobre nosotros se ciernen, alimentando las guerras y precipitando las catástrofes, cuidaría más su conducta y con ello muchos males serían atenuados.
Sólo el Espiritismo podría ofrecer esta enseñanza. Por desgracia, su falta de organización le quita la mayor parte de sus recursos. Queda, no obstante, la iniciativa individual. Dentro de su restringido campo de acción, ésta puede mucho. Todos los espíritas tienen el deber de difundir en su entorno la luz de las eternas verdades y el bálsamo de las consolaciones celestiales, tan necesarios en las horas de pruebas por que atravesamos.
En medio de la tormenta, la voz de los poderes invisibles se eleva para dirigir un llamamiento supremo a Francia y a la humanidad. Si no es escuchado, si no suscita el despertar de las conciencias, si nuestra sociedad se empecina en sus vicios, su escepticismo y corrupción, entonces la era dolorosa se prolongará o se renovará.
( No se prolongó, pero sí se renovó. La precaria paz de Versailles sobrevivió tan sólo veinte años. Pese a los ingentes esfuerzos realizados en el objeto de evitarla, la segunda guerra mundial estalló, para durar más tiempo que la primera y multiplicar su virulencia y salvajismo, gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnología, puestas mercenariamente al servicio de la destrucción.) [N. del T.]
Pero el espectáculo de las virtudes heroicas surgidas de la guerra nos reconforta, nos llena de esperanzas y de confianza en el futuro de nuestro país. Queremos ver en ello el punto de partida de un renacimiento intelectual y moral, el origen de una corriente de ideas lo bastante poderosa para barrer los miasmas políticos e instituir el régimen que las circunstancias exigen. Entonces, de entre el caos de los acontecimientos saldrá una Francia nueva, más digna y capaz de llevar a cabo grandes cosas.
¡Oh, viviente alma de Francia, despójate de las pesadas influencias materiales que detienen tu impulso y sofocan las aspiraciones de tu genio! ¡En este 14 de julio escucha la sinfonía que de todos los rincones del territorio nacional se eleva, las voces de las campanas que en sonoras ondas escapan de todos los campanarios, las voces de las antiguas ciudades y de los burgos apacibles, las voces de la tierra y del espacio que te llaman y te invitan a reanudar tu marcha, tu ascensión hacia la luz!

Soldados que en el frente de lucha oponéis al enemigo la muralla de vuestros pechos y de vuestros valerosos corazones, sois la carne de nuestra carne, la sangre de nuestra sangre, la fuerza y esperanza de nuestra estirpe. Las radiaciones de nuestros pensamientos y voluntades van hacia vosotros, para sosteneros en la batalla ardiente que libráis.
¡Escuchad, vosotros también, la armonía que en esta fecha sube de las llanuras, de los valles y los bosques, de las ciudades populosas y de las campiñas recoletas, unida a los sonoros toques del clarín y a los acentos vibrantes de la Marsellesa! Es la voz de la patria, que os dice:
"Vigilad y luchad. Estáis combatiendo por lo que más sagrado hay en el mundo, por el principio de libertad que Dios ha puesto en el hombre y que Él mismo respeta: libertad de pensar y de obrar, sin tener que rendir cuentas al extranjero.
"Lucháis para conservar el patrimonio que nos han legado los siglos, por la casa en que nacisteis, por el cementerio donde duermen vuestros antepasados, por los campos que os han dado alimento, por todos los tesoros de arte y de belleza que el lento trabajo de las generaciones ha venido acumulando en nuestras bibliotecas, museos y catedrales. Combatís para conservar nuestra lengua, ese idioma tan dulce que el mundo entero considera la expresión más nítida y más clara del pensamiento humano. Defendéis el hogar doméstico, donde os complacéis en reposar vuestra mente y vuestro corazón. ¡Defendéis las cunas de vuestros hijos y las tumbas de vuestros padres!
"Soldados, habéis crecido en cuanto a la tierra. Con vuestra firmeza en la prueba y heroísmo en los combates habéis restablecido a los ojos del mundo el prestigio de Francia, tornando más brillante la aureola de gloria que exorna su frente. ¡Ahora, en cambio, debéis crecer en cuanto al Cielo, elevando vuestros pensamientos hacia Dios, fuente de toda fuerza y de toda vida!"
Para vencer no bastan armas perfeccionadas y un poderoso dispositivo material. Son precisos también el ideal y la disciplina. Se necesita que las almas tengan confianza en un porvenir sin límites, y fe esclarecida, y la certidumbre de que una infalible justicia preside los destinos de cada cual.
Otros enemigos tenemos, tan temibles y pérfidos como los alemanes: las funestas teorías que se infiltran en las mentes y los corazones para sembrar en ellos el desaliento y la desesperanza.
Guardaos de los apagadores de estrellas, de los que os dicen que la muerte es el final de todo, que el Ser perece en su totalidad, que los esfuerzos, luchas y padecimientos del género humano no obtienen otra recompensa que la nada.
Aprended a orar antes de entrar en batalla, a apelar a los socorros de lo Alto. Al entregar a ellos vuestras almas los tornaréis más intensos y poderosos.
Desconfiad de los que os dicen: "Las fronteras no existen, la patria es sólo una palabra, todos los pueblos son hermanos". Reims, Soissons, Arras y tantas otras ciudades pueden responder con elocuencia a tales teorías.
¿Nuestros antecesores no construyeron Francia con ellas, a lo largo de los siglos, haciéndola grande, fuerte y respetada?
Cada pueblo tiene su genio peculiar, y para manifestarlo necesita independencia. De la diversidad, de los contrastes mismos que hay entre ellos nace la emulación y resultan el progreso y la armonía.
Soldados, escuchad la sinfonía que asciende desde las planicies, valles y bosques, mezclada con los rumores de las ciudades, los cantos patrióticos y las marchas militares. ¡Desde las selvas de Argona hasta las gargantas de los Pirineos, desde las riberas florecidas de la Costa Azul hasta los vergeles de Turena y los acantilados de Normandía, desde los promontorios bretones batidos por las olas hasta los Alpes majestuosos, la gran voz de Francia entona su himno eterno!
Y más alto aún se eleva su plegaria, la de los vivientes y la de los difuntos, la oración de un pueblo que no está dispuesto a morir y que, en medio de su angustia, se vuelve hacia Dios y pide socorro a fin de salvar su independencia y conservar intactas su gloria y su grandeza...
 Reims fue devastada en esa guerra y su catedral parcialmente destruida por la artillería alemana. Soissons, ocupada dos veces por los germanos, se vio también arrasada por su artillería. En cuanto a Arras, si bien sufrió los efectos destructivos del cañoneo, no pudo ser tomada por el ejército alemán. [N. del T.] ( Nota del Traductor)
 Extractado  de El Mundo Invisible y la guerra . Leon Denis. 
Nota del Administrador. Es inminente reflexionar hoy...
 

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