EL NIÑO CIEGO

Hermana mía: cada ser en este mundo tiene su misión especial, y Trinidad de
quien ya te he hablado diferentes veces, el objetivo principal de su actual existencia es velar
por lo pobres, los visita en el hospital, los busca en sus tugurios y corre de Ceca en Meca
hasta encontrar almas compasivas que se conmuevan escuchando sus interesantes y
conmovedoras narraciones. Yo no soy de las que más deja en olvido, y aun cuando sabe
que por esta vez soy muy pobre en bienes materiales, ella se da por satisfecha con que yo
escriba algún artículo impresionada por uno de los cuadros que ella me presenta
diciéndome:
¡Ah!… si yo pudiera escribir… ¡Cuántas cosas diría!… usted que puede
aproveche la ocasión; y ya que no les puede dar dinero a estos desgraciados al menos
despierte usted los sentimientos de los que pueden ser generosos y sólo necesitan que les
toquen la cuerda sensible. Fíjese usted bien.
Y hay que ver el semblante de Trinidad cuando habla, especialmente sus ojos, de
una movilidad extraordinaria, que parecen diamantes heridos por los rayos del Sol, tan
variados son sus brillantes destellos.
Hacía tiempo que me venía hablando de un niño ciego que estaba en el hospital y
que además de su ceguera tenía un tumor en una pierna y llagas en un pie, lo que le
imposibilitaba de andar y ella me decía:
Venga usted a verlo; yo encuentro en aquel niño un no sé qué, que no me lo
puedo explicar. Es simpático y al mismo tiempo qué sé yo… ¿Repele? No; ésta no es la
palabra, pero unas veces atrae con su dulce sonrisa y otras, otras como si pusiera una valla
entre él y los que le rodean, al mirarle da ganas de echar a correr.
Yo, que también por mi parte busco en los hospitales las historias de ayer,
agradezco en lo mucho que valen los consejos de Trinidad y sigo sus pasos siempre que me
es posible; así es que una mañana acudí a la cita que nos dimos en el hospital de Santa Cruz
y apoyada en su brazo fuí a ver al niño ciego. Éste estaba sentado en la cama, comiendo un
poco de sopa, representa unos doce años, es blanco y pálido; sus ojos medio abiertos no
dan a conocer que les falta la vida, parece, por el contrario, que les hieren los rayos del sol y
se inclinan sus párpados adornados de largas pestañas como si temiera ver la luz.
Al verle sentí lo que me había dicho Trinidad, que siente atracción y repulsión a la
vez. Yo, más afortunada que Trinidad, al mirarle muy de cerca fuí por breves momentos
médium vidente, porque el niño ciego creció como por encanto y se convirtió en un
hermoso joven con grandes ojos, boca sonriente y tez sonrosada; revestido con blancas
vestiduras caían sobre sus hombros finísimos y nevados encajes, y una gran cruz de rubíes
destacaba sobre su pecho, era una figura hermosísima, en su diestra levantaba un cáliz de
oro y al levantarle nubes de incienso le envolvieron, la figura se agigantó, su blanca
vestidura flotó como impulsada por brisa ligera y desapareció de repente, quedando en su
lugar el niño ciego.
Comprendí desde luego que no era una ilusión de mi mente; algo inexplicable me
decía que el niño ciego de hoy había sido ayer un gran dignatario de la iglesia.
Le hablé, le pregunté y supe que hace tres años está ciego y enfermo de las
piernas, su familia es muy pobre y vive lejos de Barcelona, solo una hermana jovencita le
visita de vez en cuando (que está sirviendo en casa de un cura).
La voz del niño es dulce y triste; al hablarle de su pueblo se sonrió, su melancólico semblante se iluminó por un instante con la luz de sus infantiles recuerdos, y como aquel que después de larga carrera se siente fatigado, así el niño inclinó la cabeza y quedó pensativo.
Yo lo miraba con tristeza, diciendo mentalmente: ¿Qué deuda pagará de ayer?…
Su presente no puede ser más doloroso. ¡Ciego y sin poder andar!… Su rostro revela clara
inteligencia, habla bien, se expresa con facilidad, y tener que estar condenado a la inacción
sin ver y sin andar… ¡Pobre niño! ¿Qué fuiste ayer? Y profundamente preocupada salí del
hospital, tanto, que mi mente no podía contener el turbión de las ideas que unas a otras se
disputaban el derecho de manifestarse primero, llegó a dolerme mucho la cabeza y,
deseando cuanto antes aliviarme, rogué al ser invisible que me rodeaba que me inspirase
para dejar correr mi pluma.
Latieron mis sienes apresuradamente y, al fin, sintiendo algún malestar, recibí la
siguiente comunicación:
¡Qué malo es ser malo! ¿No es verdad? La prueba se encuentra siempre que se
quiere mirar con atención cuanto nos rodea, lo mismo si se está encarnado o libre de la
envoltura corporal. ¡Tan llano como es el camino del bien!… y sin embargo, ¡Con qué afán
buscamos el accidentado sendero del mal!…
El niño ciego que tan penosa impresión te ha causado es uno de los pobres locos
que, pudiendo haber sido un ángel, llegó a ser un demonio; y hago uso de las palabras ángel
y demonio, porque con ellas designáis en la Tierra a los buenos y a los malos, a los justos y
a los injustos, a los limpios de pecado y a los pecadores contumaces.
Ese niño en su anterior encarnación trajo el buen propósito de ser un modelo de
virtudes, consagrando todos sus desvelos y todos sus afanes a los desventurados.
Necesitaba dar comienzo a su regeneración y escogió por madre a una débil mujer
pecadora de oficio que se refugió en un hospital y allí dió a luz un niño hermosísimo,
muriendo ella pocos momentos después.
Era el niño tan hermoso, tan atractivo y tan simpático, que las Santas mujeres
encargadas del hospital lo recibieron con los brazos abiertos, le bautizaron solemnemente,
recibiendo en la pila bautismal el simbólico nombre de Bienvenido; y tan precioso y tan
encantador era el pobre huérfano que las Santas mujeres que se cuidaban del hospital se
disputaban el modo de criarlo con substancias alimenticias apropiadas a su tierna edad para
que el niño no abandonase la santa casa donde nació.
Bienvenido, de naturaleza robustísima, creció sano y tan fuerte, que desde muy
pequeño se declaró independiente, comiendo por sí solo sin molestar a nadie en lo más
mínimo.
Parecía imposible que el travieso rapazuelo hubiera nacido en un hospital y
hubiese crecido entre enfermos, respirando una atmósfera viciada, porque su rostro tenía la
incomparable belleza que presta la salud. Sus ojos eran grandes, rasgados y tan expresivos
que hablaba con ellos, sus mejillas eran sonrosadas y sus labios tan rojos que era una boca
que pedía besos.
Bienvenido pasó la infancia felizmente, agasajado y querido de todos. Como era
natural la superiora de las Santas mujeres (que así se llamaba la comunidad religiosa
encargada del hospital), desde luego pensó que el niño siguiera la carrera eclesiástica, y
Bienvenido desde pequeño se familiarizó con el latín, con los libros sagrados y con los
ornamentos sacerdotales, demostrando gran sumisión a los mandatos de las Santas mujeres,
muy especialmente a los de la superiora. Ésta verdaderamente encariñada con el huérfano,
mujer de buena fe y de no cortos alcances, procuró que su protegido tuviese valiosos
protectores, y una dama de la nobleza fue la elegida para que costeara la carrera de
Bienvenido y le apadrinara en el acto solemne de celebrar su primera misa.
Como Bienvenido era tan hermoso y la belleza física es tan necesaria para ser
bien admitido en ciertos círculos, la condesa de San Félix tuvo gran complacencia en
presentar a su protegido en sus aristocráticos salones, y así como Bienvenido fue el niño
mimado de las Santas mujeres que velaron por su infancia, de igual modo lo fue en casa de
la condesa de San Félix.
Las damas más distinguidas se disputaban al joven sacerdote y su primera misa
fue un verdadero acontecimiento en el mundo elegante: pues el templo donde la celebró,
con todo y ser muy grande, fue muy pequeño en aquella ocasión para contener la multitud
de damas y caballeros de la más antigua nobleza.
La superiora de las Santas mujeres, que era una religiosa de buena fe, casi se
asustó y se arrepintió de su obra al ver a Bienvenido tan festejado, tan traído y llevado entre
las familias más nobles y encumbradas, que todas querían que fuese el joven sacerdote el
capellán de su casa; y queriendo contener aquel desbordamiento de vanidades religiosas
empleó toda su diplomacia (que era mucha), en conseguir la creación de una Casa de salud,
y un Refugio para enfermos, en el cual Bienvenido ejerciera el cargo de director espiritual.
Tanto trabajó que consiguió realizar su deseo y el joven sacerdote se vió obligado a vivir
nuevamente cerca de los enfermos como en su infancia.
Bienvenido no era malo al parecer; su inteligencia dormía, obedecía sin replicar
los mandatos de la santa mujer que le sirvió de madre. Ésta, sin ser modelo de virtudes,
tampoco era mala; tenía verdadera fe religiosa y abrigaba los más nobilísimos deseos,
respecto a su protegido; pues quería que ganara el cielo haciendo buenas obras,
recordándole muy a menudo su humilde origen para que no se envaneciera con su nueva
posición.
Bienvenido escuchaba siempre en silencio, jamás daba su opinión y todos le
tenían por bueno, cuando en realidad no era más que una máquina que se movía
automáticamente, puesto que obedecía ciegamente las órdenes de todos, y lo mismo acudía
a un gran convite, que al llamamiento de uno de sus superiores jerárquicos o a confesar a
un moribundo.
Tenía ratos en que se preguntaba así mismo, cual era su pasión dominante; y
como si se asustara de la contestación que iba a darse, dejaba a un lado las meditaciones y
se dejaba llevar por la mansa corriente de su vida que en verdad era muy tranquila, puesto
que Bienvenido dormía y dormía sin soñar.
Murieron casi a un tiempo la superiora de las Santas mujeres y la condesa de San
Félix, ésta, legó su inmensa fortuna a Bienvenido, con el encargo especial de emplearla en
su mayor parte en el engrandecimiento de la Casa de salud y Refugio de enfermos,
establecimientos benéficos del cual era el mimado sacerdote director espiritual y desde
aquella fecha comenzó Bienvenido a descender por la pendiente del vicio hasta llegar al
crimen.
Asistió al entierro de las dos mujeres que tanto habían influido en su vida, y él
mismo se sorprendió al no sentir el menor pesar por la pérdida de sus bienhechoras; muy al
contrario, le pareció que le quitaban un enorme peso que gravitaba sobre su cabeza y su
pecho respiró con más libertad, porque ya no tendría quien le recordara su humilde origen,
ni quién le obligara a obedecer sin réplica. Por otra parte la condesa de San Félix no le
importunaría con sus siempre eternas confesiones y sus escrúpulos pueriles, se habían roto
todas sus cadenas. Y no sólo era libre, era también rico, muy rico, la inmensa fortuna de la
cual era el único dueño, puesto que la condesa se la había legado, le aseguraba una vida
regalada, la dirección del Refugio no la dejaría, porque tanto éste, como la Casa de Salud
eran dos minas inagotables, no hay negocio que proporcione más ganancia que el
mantenimiento de los pobres; porque estos rara vez se quejan ostensiblemente, murmuran
con recelo temiendo siempre perder lo poco que les dan; así es que sus verdugos, sus
explotadores no temen la intervención de la justicia humana, y en la justicia divina no creen;
manejan tan de cerca las sagradas imágenes que no pueden creer en la vida futura, es
imposible.
Bienvenido durante su infancia se interesó algo por lo pobres enfermos y en su
adolescencia tuvo rasgos de abnegación, pero al encumbrarle, al abrirle la condesa de San
Félix las puertas de su palacio y las de su conciencia, al rodearle las mujeres elegantes que se lo disputaban unas a otras, por mucho que trabajó su primera protectora conociendo
(aunque tarde) su yerro, la semilla del vicio había caído en el corazón del joven sacerdote y
no se había perdido un solo grano, todos brotaron y florecieron a su tiempo.
Bienvenido al verse solo se irguió con altivez, tenía entonces treinta años era un hombre verdaderamente hermoso y parecía imposible que tras de aquel rostro seráfico se ocultara un alma tan miserable, aumentó sus riquezas de un modo indecible, llegaban a sus manos cuantiosísimos legados, con algunos de ellos, embelleció El Refugio y la Casa de Salud para cubrir las apariencias, pero aquellas mejoras ¡Qué caras las pagaban los enfermos!… ¡Qué crueldades cometió con ellos!…
Podía haber sido un ángel de la caridad y fue un hipócrita sin corazón, podía
haber hecho innumerables obras benéficas, porque llegaba el oro hasta él, como llegan las
olas a la playa, incesantemente; del mismo modo recibía cuantiosas herencias, porque no
había moribundo que al verle no se sintiera impulsado a dejarle cuanto poseía. ¡Era tan
hermoso! ¡Hablaba con tanta dulzura! ¡Preparaba el alma tan bien para hacer el último
viaje!… que no le dejaban sosegar un momento. Y luego era tan humilde… no había quien
le sacara de su Casa Refugio, no pretendía ningún alto cargo, pero era porque aguardaba
poseer cierto número de millones y entonces se iría a Roma y realizaría sus ambiciosos
sueños, con dinero todo se alcanza pensaba él: milagros, santidades, profecías, don de
curación ¡Todo! ¡Todo! Pasaba por hombre austero en sus costumbres, pero durante la
noche ¡Qué escenas solían pasar en el benéfico Asilo!…
A veces un fantasma vestido con una túnica roja, de cabeza monstruosa y ojos de
fuego, se detenía ante el lecho de una pobre loca, o de una inocente niña, y allí se
consumaba el más horrible crimen, y enfermas hubo que pasaron por endemoniadas, y se
les sacaron los ojos para que no pudieran ver a Lucifer y turbaran el reposo de sus
atribuladas compañeras.
¡Cuánta infamia cometida en la sombra!… y el causante de todas ellas a la clara
luz del Sol se paseaba descalzo (en señal de penitencia) por las anchurosas salas del
hospital, envuelto en sus blancas vestiduras ostentando en su pecho la cruz de rubíes,
llevando en su diestra simbólica rama de laurel bendito cuyas hojas eran otros tantos dones
divinos que repartía piadosamente entre las enfermas para librarlas de todo mal.
Cuando reunió la suma que él creyó necesaria para realizar su deseo se dispuso
emprender su viaje a Roma, organizando una peregrinación, pero la peste le detuvo en su
marcha y cayó como herido del rayo para no levantarse más.
Efecto del pánico que reinaba, no había como suele decirse, ni padres para hijos,
ni hijos para padres, y el cadáver de Bienvenido fue arrojado a la fosa común confundido
con otros muchos que cayeron sobre él.
La iglesia se apoderó de sus tesoros, más tarde elevó sus preces por él pero sus
restos se disgregaron en la fosa común.
Aquel hombre que había sido tan buscado y tan festejado por las damas de la
nobleza, que su presencia se hacía tan necesaria lo mismo en un banquete que en una
cámara mortuoria, al desaparecer nadie le echó de menos, nadie lamentó no poder ir a su
tumba a dejar un ramo de flores, ni a llorar a la sombra de un sauce.
La impresión que causa la belleza física se borra, se desvanece en el instante que la persona agraciada con el don de la hermosura, desfigurada por enfermedad horrible desaparece de la escena del mundo; en cambio, la belleza del alma se aumenta, se agiganta con la ausencia que produce la muerte, y al echar de menos los desventurados las dádivas, los beneficios, los consuelos del alma generosa que se condolía de sus penas, exclaman con melancolía. ¿Por qué se habrá ido? ¡Era tan bueno! Y siempre que el dolor los agobia recuerdan a aquel que compasivo enjugaba su llanto.
Bienvenido no hizo bien a nadie cuando se dio cuenta de sus actos, en su niñez y
en su adolescencia tuvo algunos rasgos generosos, si hubiera permanecido entre los
humildes y los desventurados, su Espíritu hubiera llevado a cabo los propósitos que trajo a
la Tierra, pero al verse encumbrado y al contemplarse tan hermoso, cedió a la tentación del
vicio y llegó rápidamente hasta el crimen. Comerció con la carne humana y su comercio fue
el más inicuo, puesto que comerció con los enfermos, con los débiles, con los indefensos,
con los afligidos, con los desamparados que aunque se sientan morir tienen miedo de
quejarse de las arbitrariedades que los fuertes cometen con ellos, pues no hay nada que
humille tanto como la verdadera pobreza; y en justa compensación de sus abusos de ayer
mírale hoy. ¿Qué resta de aquella hermosísima figura? ¿De aquel niño mimado que las
damas de la nobleza se lo disputaban? ¿De aquel sacerdote seráfico que con su blanca
vestidura y su cruz de rubíes, parecía un bienaventurado que había descendido de los
cielos? ¿Qué es hoy aquel privilegiado de ayer? ¡Un niño ciego que apenas puede mover sus
piernas y que tiene por prisión el duro lecho de un hospital! No resonando en sus oídos
más que palabras de seres indiferentes, sus padres están lejos y la miseria rompe en muchas
ocasiones todos los lazos de la vida.
¡Ciego!… ¡Qué horror!… ¡Y sin poder andar!… ¡Qué mayor tortura!… ¡Qué
malo es ser malo!…
Adiós.
La narración que he trazado a vuelapluma ¡Qué triste es!… y cuánta enseñanza
proporciona!…
He ahí un Espíritu que pudo ser un Redentor sin llegar al martirio, con sólo
distribuir las inmensas riquezas que hasta él llegaron en beneficio de los pobres ¡Cuánto
bien hubiera hecho!… no lo hizo y hoy… hoy ¡Cuánto sufre! ¡Sin luz y apenas sin
movimiento!…
¡Ayer era su presencia necesaria en los palacios de los grandes! Hoy… hoy…
gracias que en un hospital tenga un asilo ¡Qué diferencia!…
¿Qué debemos hacer los espiritistas ante cuadros semejantes? Redoblar nuestros
esfuerzos para despertar el sentimiento del amor universal. Esto creo yo, Emilia querida,
que nos corresponde hacer. Demostrar que la dureza de corazón engendra todas las
calamidades y a las víctimas de sus propios extravíos compadecerlas, ilustrarlas, animarlas,
haciéndoles comprender que sufren en cumplimiento de una ley inalterable, que no cambia
sus fallos ni para el mendigo ni para el Emperador, a todos por igual dice su único
mandamiento. A cada uno según sus obras.
Amalia Domingo Soler

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