SOLIDARIDAD -Comunion Universal.

Dios es el espíritu de sabiduría, de amor y de vida; el poder infinito que gobierna al mundo. El hombre es finito, pero tiene la intuición de lo infinito. El principio espiritual que lleva en sí, le incita a escrutar los problemas que traspasan los límites actuales de su entendimiento. Su Espíritu, prisionero de la carne, se libera a veces y eleva hacia los dominios superiores del pensamiento, de donde le llegan las altas inspiraciones, seguidas de recaídas en la materia. De ahí tantas investigaciones, tantos tanteos y errores de los cuales resulta que, si los poderes invisibles no viniesen a hacer la luz en este caos, sería imposible distinguir la verdad en medio de este amontonamiento de sistemas y de supersticiones acumuladas a través de las edades.
Cada alma es un resplandor de la gran Alma universal, una chispa emanada del eterno foco. Pero nosotros nos ignoramos a nosotros mismos, y esta ignorancia es la causa de nuestra debilidad y de todos nuestros males.
Nosotros estamos unidos a Dios por la relación estrecha que une la causa al efecto, y somos tan necesarios a su existencia como Él lo es a la nuestra. Dios, Espíritu universal, se manifiesta en la Naturaleza, y el hombre es, en la Tierra, la más alta expresión de Dios, que es la fuente del bien. Pero este bien sólo lo poseernos en estado de germen y nuestro cometido debe ser desarrollarlo. Nuestras vidas sucesivas, nuestra ascensión por la espiral infinita de las existencias, no tienen otro fin.
Todo está escrito en el fondo del alma con caracteres misteriosos: el pasado de donde provenimos y que debemos aprender a sondar; el porvenir hacia el cual evolucionamos, porvenir que nos edificaremos nosotros mismos como un monumento maravilloso, hecho de pensamientos elevados, de acciones nobles, de abnegación y sacrificios.
La obra que debemos realizar cada uno de nosotros se sintetiza en tres palabras: saber, creer, querer; es decir, saber que tenemos en nosotros recursos inagotables; creer en la eficacia de nuestra acción sobre los mundos de la materia y del espíritu; querer el bien, dirigiendo nuestros pensamientos hacia lo que es bello y grande, conformando nuestras acciones a las leyes eternas del trabajo, de la justicia y del amor.
Hijas de Dios, todas las almas son hermanas; todos los hijos de la raza humana están unidos por estrechos lazos de fraternidad y solidaridad. Por esto es que el progreso de uno de nosotros se refleja en todos, de la misma manera que el atraso de uno afecta a todo el conjunto.
De la paternidad de Dios deriva la fraternidad humana; todas las relaciones que nos unen se enlazan a este hecho. Dios, padre de las almas, debe ser considerado como el Ser consciente por excelencia, y no como una abstracción. Pero aquellos que tienen la conciencia recta y están iluminados por un rayo de lo Alto, reconocen a Dios y le sirven en la humanidad, que es su hija y su obra.
Cuando el hombre ha llegado al conocimiento de su verdadera naturaleza y de su unidad con Dios, cuando esta noción ha penetrado en su raciocinio y en su corazón, se ha elevado hasta la verdad suprema; entonces domina desde arriba las vicisitudes terrestres; entonces logra posesionarse de la fuerza que transporta las montañas, resulta vencedor de las pasiones, no teme a las decepciones y a la muerte; produce lo que el vulgo llama prodigios. Por su voluntad y por su fe somete y gobierna la sustancia; rompe las fatalidades de la materia; vuélvese casi un dios para los demás hombres. Varios de ellos, a su paso por este mundo, han llegado a estas elevadas miras, pero solamente Cristo se penetró tanto de ellas, que se atrevió a decir a la faz de todos: "Yo y el Padre uno somos. [...] el Padre está en mí, y yo en el Padre"14.
Estas palabras no se aplicaban solamente a El; son verdaderas para la humanidad toda. Cristo sabía que todo hombre debe llegar a la comprensión de su naturaleza íntima, y con este sentido decía a sus discípulos: "Yo dije, dioses sois"15. Hubiera podido añadir: ¡dioses en el porvenir!
La ignorancia de nuestra propia naturaleza y de las fuerzas divinas que duermen en nosotros, la idea insuficiente que nos hacemos de nuestro papel y de las leyes del destino, es lo que nos sujeta a las influencias inferiores, a lo que llamamos el mal. En realidad, esto no es más que una falta de desarrollo. El estado de ignorancia no es un mal en sí mismo; es solamente una de las formas, una de las condiciones necesarias de la ley de evolución. Nuestra inteligencia no está sazonada; nuestra razón infantil, tropieza con los accidentes del camino; de ahí el error, los abatimientos, las pruebas, el dolor. Pero todas estas cosas son un bien si se las considera como otros tantos medios de educación y elevación. El alma debe superarlos para llegar a la conciencia de las verdades superiores; a la posesión de la parte de gloria y de luz que hará de ella una elegida del cielo, una expresión perfecta del poder y del amor infinitos. Cada Ser posee los rudimentos de una inteligencia que llegará al genio, y tiene la inmensidad del tiempo para desarrollarla. Cada vida terrena es una escuela: la escuela primaria de la eternidad.
14 San Juan, 10:30 y 38.
15 Ibídem, 10:34
En la lenta ascensión del Ser hacia Dios, lo que buscamos ante todo es el bienestar, la felicidad. Sin embargo, en su estado de ignorancia el hombre no sabría alcanzar estos bienes, pues casi siempre los busca donde ellos no están: en la región de los espejismos y de las quimeras, y esto por medio de procederes cuya falsedad no comprenden sino después de muchas decepciones y sufrimientos. Estos sufrimientos son los que nos purifican; nuestros dolores son austeras lecciones que nos enseñan que la verdadera felicidad no está en las cosas de la materia, pasajeras y cambiantes, sino en la perfección moral. Nuestros errores y nuestras faltas repetidas, las fatales consecuencias que ellos arrastran consigo, acaban por darnos la experiencia, y ésta nos conduce a la sabiduría, es decir, al conocimiento innato, a la intuición de la verdad. Llegado a este terreno sólido, el hombre sentirá el lazo que le une a Dios y avanzará con paso más seguro, etapa tras etapa, hacia la gran luz que no se extingue jamás.
Todos los seres están unidos los unos a los otros e influyen recíprocamente. El Universo entero está sometido a la ley de solidaridad.
Los mundos perdidos en las profundidades del éter, los astros que a millares de millares de leguas entrecruzan sus rayos de plata, se conocen, se llaman y se responden. Una fuerza que nosotros llamamos atracción los une a través de los abismos del espacio.
Igualmente en la escala de la vida, todas las almas están unidas por múltiples relaciones. La solidaridad que las liga está fundada en la identidad de su naturaleza, en la igualdad de sus sufrimientos a través del tiempo, en la semejanza de sus destinos y de sus fines.
Como los astros del cielo, todas estas almas se atraen. La materia ejerce sobre el espíritu sus poderes misteriosos. Como Prometeo en su roca, ella la encadena a los mundos oscuros. El alma humana siente el influjo de todas las atracciones de la vida inferior, al mismo tiempo que percibe los llamamientos de lo Alto.
En esta laboriosa y penosa evolución que arrastra a los seres hacia la luz, hay un hecho consolador sobre el cual es bueno insistir: que en todos los grados de su ascensión el alma es atraída, ayudada y socorrida por las Entidades superiores. Todos los Espíritus en marcha son ayudados por sus hermanos más avanzados, y deben, a su vez, ayudar a aquellos que están por debajo de ellos.
Cada individualidad constituye un eslabón de la inmensa cadena de los seres. La solidaridad que les une puede, quizá, restringir un poco la libertad de cada uno, pero si bien esta libertad es limitada en extensión, no lo es en intensidad. Por pequeña que sea la acción del eslabón, uno solo de sus impulsos puede agitar toda la cadena.
Es una cosa maravillosa esta fecundación constante del mundo inferior por el superior. De ahí vienen todas las intuiciones geniales, las inspiraciones profundas, las revelaciones grandiosas. En todos los tiempos, el pensamiento elevado se ha proyectado sobre el cerebro humano. Dios, en su equidad, no ha rehusado su auxilio ni su luz a ninguna raza, a ningún pueblo. A todos les ha enviado guías, misioneros, profetas. La verdad es una y eterna; ella penetra en la humanidad por radiaciones sucesivas, a medida que nuestro entendimiento se vuelve más apto para asimilarla.
Cada nueva revelación es una continuación de la anterior. Este es el carácter del Espiritualismo Moderno, que aporta una enseñanza, un conocimiento más completo del papel del ser humano, una revelación de los poderes ocultos en él y también de sus relaciones íntimas con el pensamiento superior y divino.
El hombre, Espíritu encarnado, había olvidado su verdadera visión. Sepultado en la materia, perdía de vista los grandes horizontes de su destino; desdeñaba los medios de desarrollar sus recursos latentes, de llegar a la felicidad volviéndose mejor. La Nueva Revelación viene a recordarle todas estas cosas, a sacudir a las almas adormecidas, estimular su marcha, provocar su elevación. Ella alumbra los repliegues más oscuros de nuestro Ser, nos aclara nuestros orígenes y fines, explicándonos el pasado por el presente y nos abre un porvenir que depende de nuestros actos el que sea grande o miserable.
El alma sólo puede progresar realmente en la vida colectiva: trabajando por el provecho de todos. Una de las consecuencias de esta solidaridad que nos une, es que la vista de los sufrimientos de unos altera y perturba la serenidad de los otros.
Esa es la causa de la preocupación constante de los Espíritus elevados: llevar a las regiones oscuras, a las almas retardadas en las vías de la pasión y del error, las radiaciones de sus pensamientos y los esfuerzos de su amor. Ninguna alma puede perderse; si todas han sufrido, todas serán salvadas. En medio de sus pruebas dolorosas, la piedad y la afección de sus hermanas las enlazan y conducen hacia Dios.
¿Cómo comprender, en efecto, que los Espíritus radiantes puedan olvidar a aquellos a quienes han amado, a los que compartieron con ellos sus alegrías y sus tristezas y que aún penan en los senderos terrestres? La queja de los que sufren, de los que el destino aún encadena a los mundos atrasados, llega hasta ellos y suscita su compasión generosa. Cuando uno de esos llamamientos traspasa el Espacio, ellos abandonan sus moradas etéreas para vaciar los tesoros de su caridad en los surcos de los mundos materiales. Al igual que las vibraciones de la luz, los esfuerzos de su amor se propagan en la vasta extensión, aportando el consuelo a los corazones afligidos, derramando sobre  las llagas de los humanos el bálsamo de la esperanza.
A veces también, durante el sueño, las almas terrestres, atraídas por sus hermanas mayores, se lanzan con fuerza hacia las alturas del Espacio para impregnarse de los fluidos vivificantes de la patria eterna. Allí, los Espíritus amigos las rodean, las exhortan, las animan, calman sus angustias. Después, extinguiendo poco a poco la luz que las rodea, a fin de que el sentimiento desgarrador de la separación no las abata, las acompañan hasta las fronteras de los mundos inferiores. Su despertar es entonces melancólico, pero dulce; y aunque no se acuerdan de su pasajera estancia en las elevadas regiones, se encuentran reconfortadas y reemprenden más alegremente la carga de sus existencias terrestres.
En las almas evolucionadas el sentimiento de la solidaridad llega a ser tan intenso, que se trueca en una comunión perpetua con todos los seres y con Dios.
El alma pura comulga con la Naturaleza entera; se embriaga con los esplendores de esta obra infinita. Todo, los astros del cielo, las flores de la pradera, el murmullo del agua en los arroyuelos, la variedad de los paisajes terrestres, los horizontes esfumados del mar, la serenidad de los espacios, todo le habla un armonioso lenguaje. En todas estas cosas visibles el alma atenta descubre una manifestación del pensamiento invisible que anima al Cosmos. Éste reviste para ella un aspecto seductor; es el teatro de la vida y de la comunión universal, comunión de los seres entre sí y de éstos con Dios, su Padre.
La distancia no existe para las almas que simpatizan. Así como los mundos cambian sus radiaciones a través de las profundidades estrelladas, de la misma manera las almas que se aman se comunican entre sí por medio del pensamiento. El Universo está animado por una vida poderosa; vibra como un arpa bajo la acción divina. Las radiaciones del pensamiento lo cruzan en todas direcciones, trasmitiendo los mensajes de Espíritu a Espíritu a través de la vasta extensión. Dios, a este Universo -al que ha poblado de inteligencias a fin de que le conozcan, le amen y cumplan su ley-, lo llena con su presencia, lo alumbra con su luz y reanima con su amor.
La oración es la más alta expresión de esta comunión de las almas. Considerada bajo este aspecto, pierde toda analogía con las fórmulas vulgares, los recitados monótonos en uso, para ser un anhelo del corazón, un acto de la voluntad por medio del cual el Espíritu se libera de la esclavitud de la materia, de las ataduras terrestres, para penetrar las leyes, los misterios del poder infinito y someterse a él en todas las cosas. ¡Pedid y se os dará! Tomada en este sentido, la oración es el acto más importante de la vida; es la aspiración ardiente del ser humano que siente su pequeñez y su miseria y busca poner, aunque sea por un instante, las vibraciones de su pensamiento en armonía con la sinfonía eterna. Esta es la obra de la meditación que en el silencio y el recogimiento eleva el alma hasta las alturas celestes, en donde aumenta sus fuerzas y se impregna de las radiaciones de la luz y de amor divinos. Mas, ¡cuán pocos saben orar! Las religiones nos han hecho olvidar de la oración, convirtiéndola en un ejercicio ocioso, ridículo a veces.
Bajo la influencia del Nuevo Espiritualismo, la oración volverá a ser más noble y digna; será cultivada con más respeto hacia el poder supremo, más fe, más confianza y sinceridad; en un completo desprendimiento de las cosas materiales. Todas nuestras ansiedades e incertidumbres cesarán cuando hayamos comprendido que la vida es una comunión universal, y que Dios y todos sus hijos viven solidariamente esta vida. Entonces la oración será el lenguaje de todos, la irradiación del alma que con sus anhelos hace oscilar el dinamismo espiritual y divino. Sus beneficios se extenderán sobre los seres, y particularmente sobre los que sufren, sobre los ignorados de la Tierra y del Espacio. Irá hacia aquellos en los cuales nadie piensa, y que gimen en la sombra, la tristeza y el olvido, de cara a un pasado acusador; despertará en ellos nuevas aspiraciones; fortificará su corazón y su pensamiento, pues la acción de la oración no tiene límites, como tampoco los tienen las fuerzas y los poderes que puede poner en obra para el bien de los demás.
La oración, es verdad, no puede cambiar nada de las leyes inmutables; no puede, en manera alguna, modificar nuestros destinos. Su misión es procurarnos consuelos y luz que nos hagan más fácil el cumplimiento de nuestra tarea terrestre. La oración ferviente abre de par en par las puertas del alma, y por estas aberturas penetran y nos vivifican las radiaciones del foco eterno.
Trabajar con un sentimiento elevado, persiguiendo un fin útil y generoso también es orar. El trabajo es la oración activa de tantos millones de hombres que luchan y penan en la Tierra para bien de la humanidad.
La vida del hombre de bien es una oración continua, una comunión perpetua con sus semejantes y con Dios. No tiene necesidad de palabras ni de formas exteriores para expresar su fe; ésta se expresa en todos sus actos y en todos sus pensamientos. El hombre de bien respira, se agita sin esfuerzo en una atmósfera pura y fluídica, lleno de ternura para con los desgraciados, de bien querer hacia toda la humanidad. Esta comunión constante llega a serle una necesidad, una segunda Naturaleza. Por ella, todo los Espíritus elevados se sostienen en las alturas sublimes de la inspiración y del genio.
Los que viven una vida egoísta y material, cuya comprensión no está abierta a las influencias elevadas, no pueden saber qué inefables impresiones proporciona esta comunión del alma con lo divino.
Todos los que se fijan en que la especie humana va resbalando por las pendientes de una decadencia moral y buscan los medios de evitar su caída, deben esforzarse en realizar esta unión estrecha de nuestras voluntades con la voluntad suprema. No hay ascensión posible, no se llega al bien si, de cuando en cuando, el hombre no se vuelve hacia su Creador y Padre para exponerle sus flaquezas, sus incertidumbres y sus miserias; para pedirle los auxilios espirituales indispensables a su elevación. Y cuanto más frecuente, sincera y profunda es esta comunión íntima con Dios, más se purifica y enmienda el alma. Bajo la mirada de Dios, el alma examina, analiza sus intenciones, sus sentimientos, sus deseos; pasa en revista todos sus actos, y con esa intuición que le viene de lo Alto, juzga lo que es bueno o malo, lo que debe cultivar o destruir. Entonces comprende que todo lo que viene del yo debe ser postergado para dar lugar a la abnegación, al altruismo; que en el sacrificio de sí mismo encuentra el Ser el medio más poderoso de elevación, pues cuanto más da, más se engrandece. De este sacrificio hace entonces la ley de su vida, ley que graba en lo más profundo de su corazón en caracteres de luz, a fin de que todas sus acciones queden marcadas con su sello.

¡De pie sobre la tierra, mi sostén, mi nodriza, mi madre, elevo mi mirada hacia el infinito, me siento envuelto en la inmensa comunión de la vida; los efluvios del Alma universal me penetran y hacen vibrar mi pensamiento y mi corazón; fuerzas poderosas me sostienen, avivan en mí la existencia! ¡Por todas partes donde se extiende mi vista, en cualquier sitio donde mi inteligencia se fije veo, discierno, contemplo la gran armonía que rige a los seres, y que por vías diversas les guía hacia un fin único y sublime! ¡Por doquiera veo radiar la bondad, el amor, la justicia!

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Padre mío!, fuente de toda sabiduría y de todo amor, Espíritu supremo cuyo nombre es luz, ¡yo te ofrezco mis alabanzas y mis aspiraciones! Que ellas suban hasta Ti como el perfume de las flores, como los embriagadores aromas de los bosques suben al cielo. Ayúdame a avanzar en la vía sagrada del conocimiento hacia una más alta comprensión de tus leyes, a fin de que en mí se desarrolle más simpatía, más amor para la gran familia humana. Yo sé que por medio de mi perfeccionamiento moral, que por medio de la realización, de la aplicación de la caridad y de la bondad a mi alrededor y en provecho de todos me acercaré a Ti y mereceré conocerte mejor, comunicarme más íntimamente contigo en la gran armonía de los seres y de las cosas. Ayúdame a despojarme de la vida material, a comprender, a sentir lo que es la vida superior, la vida infinita. Disipa la oscuridad que me envuelve; deposita en mi alma una chispa del fuego divino que reanima y abrasa a los Espíritus de las esferas celestes. ¡Que tu dulce luz, y con ella los sentimientos de concordia y de paz, se derrame sobre todos los seres!
LEON DENIS

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