miércoles, 1 de abril de 2015

LA CRUZ, JESUS Y EL HOMBRE.

No olvidamos que la austera cruz extiende sus brazos por sobre la tumba de los que más amamos en este mundo. Si hay para nosotros una imagen, entre todas venerable y sagrada, es la del ajusticiado del Calvario, del mártir clavado al madero infamatorio, herido, coronado de espinas y que, al expirar, perdona a sus verdugos.
Aun hoy es con viva emoción que escuchamos los lejanos convites de las campanas, las voces de bronce que van a despertar los sonoros ecos de los bosques y de los valles. Y, en las horas de tristeza, nos complace meditar en la iglesia silenciosa y solitaria, bajo la penetrante influencia que en ella acumularan las oraciones, las aspiraciones, las lágrimas de tantas generaciones

Y cuando esa gran vida terminó, cuando se consumó su sacrificio, después que Jesús fue clavado a la cruz y bajó a la tumba, su Espíritu continuó a afirmarse por nuevas manifestaciones. Esa alma poderosa, que en ninguna tumba podría ser aprisionada, aparece a los que en la Tierra había dejado tristes, desanimados y abatidos.

La humanidad y la divinidad de Cristo representan los extremos de su individualidad, como lo son para todo ser humano. Al final de nuestra evolución, cada cual se tornará un «Cristo», será uno con el Padre y habrá alcanzado la condición divina.

Leon Denis.

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