“Sabiendo que la tribulación produce fortaleza.” – Pablo (Romanos, 5:3)
¿Queréis fortaleza? No os esquivéis a la tempestad.
Mucha gente pretende fortalecerse al precio de rogativas para evitar el servicio áspero. Llegada la preciosa oportunidad de testimoniar la fe, los creyentes se internan, de manera general, por los largos caminos de la fuga, creyéndose seguros. Entretanto, día más día menos, surge la dolorosa ocasión en que caen en la equivocación de sí mismos.
Entonces, se creen perseguidos y abandonados.
Semejantes impresiones, sin embargo, nacen de la ausencia de la preparación interna.
Los imprevisores se olvidan de que la tempestad posee ciertas funciones generadoras y
educativas que es imprescindible no menospreciar.
La tribulación es la tormenta de las almas. Nadie debería olvidar sus beneficios.
Cuando la verdad brille, en el camino de las criaturas, se verá que obstáculos y sufrimientos
no representan espantajo para los hombres, sino cuadros preciosos de lecciones sublimes que los aprendices sinceros nunca pueden olvidar.
¿Qué sería del niño sin la experiencia? ¿Qué será del espíritu sin la necesidad?
Aflicciones, dificultades y luchas son fuerzas que obligan a la dilatación de poder, al alargamiento de camino.
Es necesario que el hombre, a pesar de las descargas aparentemente destructoras del destino, se conserve de pie, decidido, marchando, firme, al encuentro de los sagrados objetivos de la vida. Nueva luz le felicitará, entonces, la esfera íntima, conduciéndolo desde la Tierra, a la gloriosa resurrección en el plano espiritual.
¡Escuchemos las palabras de Pablo y vivámoslas!
¡Hay de aquellos que se echaren bajo la tempestad! Los detritos proyectados del monte por
las corrientes del aguacero podrán sofocarlos, arrastrándolos hacia el fondo del abismo.
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