Los conceptos de naturalidad y de normalidad emanan de las experiencias de la Cultura
Empírica y subsisten en la Cultura Científica como residuos de aquella fase primaria. Esos residuos
emocionales se mantuvieron a lo largo de todo el proceso religioso, por estar enmarcados en el
concepto mágico y místico del Universo Misterioso, inaccesible a la comprensión humana común.
Las Religiones ligaron estrechamente esos conceptos a las nociones de sagrado y profano, mas no
tuvieron capacidad para superarlos.
El misticismo es una forma de locura, de fuga necesaria para el hombre ante la dureza de la
realidad objetiva, en donde las leyes de las estructuras palpables actúan de manera inflexible. El
místico es un tránsfuga de lo real.
El ansia de trascendencia del hombre sin motivaciones definidas lo lleva a rechazar el
mundo objetivo y a buscar como substituto una supuesta realidad, imaginada como mejor que lo
perceptible. Surgen de ahí las categorías de lo espiritual y de lo material, que, aunque confusas en
la fase mitológica, posteriormente provocan la división arbitraria y misteriosa de los conceptos
teológicos. Los principales factores de este proceso son.
• la intuición de la indestructibilidad del ser;
• el miedo a la muerte por considerarla como aniquilamiento total;
• el deseo de liberarse de la condición material.
Empírica y subsisten en la Cultura Científica como residuos de aquella fase primaria. Esos residuos
emocionales se mantuvieron a lo largo de todo el proceso religioso, por estar enmarcados en el
concepto mágico y místico del Universo Misterioso, inaccesible a la comprensión humana común.
Las Religiones ligaron estrechamente esos conceptos a las nociones de sagrado y profano, mas no
tuvieron capacidad para superarlos.
El misticismo es una forma de locura, de fuga necesaria para el hombre ante la dureza de la
realidad objetiva, en donde las leyes de las estructuras palpables actúan de manera inflexible. El
místico es un tránsfuga de lo real.
El ansia de trascendencia del hombre sin motivaciones definidas lo lleva a rechazar el
mundo objetivo y a buscar como substituto una supuesta realidad, imaginada como mejor que lo
perceptible. Surgen de ahí las categorías de lo espiritual y de lo material, que, aunque confusas en
la fase mitológica, posteriormente provocan la división arbitraria y misteriosa de los conceptos
teológicos. Los principales factores de este proceso son.
• la intuición de la indestructibilidad del ser;
• el miedo a la muerte por considerarla como aniquilamiento total;
• el deseo de liberarse de la condición material.
El ser es lo que es y se rehusa a dejar de ser lo que es. Se reconoce a sí mismo como forma
existente subjetiva, integrada en la estructura objetiva de la realidad material; pero sabe, por
experiencia empírica, que esa condición material es efímera y que fatalmente será deshecha por la
muerte. El instinto de conservación lo lleva a reaccionar contra esa fatalidad. Las pruebas de
supervivencia dadas por los fenómenos mediúmnicos no lo satisfacen porque esa supervivencia
espiritual lo desliga de lo sensible, lo único que le parece natural. El se apega a esa realidad a través
de una concepción mística indefinida, que le permite aceptar la posibilidad de una continuidad
natural después de la muerte.
Las momias y los mausoleos egipcios, el paraíso sensorial de los árabes y los dogmas
religiosos de la resurrección en el propio cuerpo carnal atestiguan esa esperanza en el mismo
proceso histórico. Hay personas cultas, aún hoy, que no consiguen concebir la supervivencia
humana después de la muerte en términos espirituales. Han condicionado su mente, de tal manera,
al mundo tridimensional, asustadas por los delirios de la cultura religiosa, que temen apartarse de la
seguridad sensorial de la materia. La concepción materialista del mundo, tan absurda como la
concepción mística, surge de la frustración del ser ante el pandemónium de las alucinaciones del
fabulario religioso.
Kardec tuvo que actuar con prudencia en la divulgación del Espiritismo, para que la
reacción violenta y fanática de las religiones no asfixiase en la cuna la nueva visión del mundo que
nacía de sus investigaciones mediúmnicas. Pero, en su libro El Cielo y el Infierno, colocó al
Cristianismo sincrético de la Iglesia en el banco de los reos y demostró que la mitología de los
clérigos era más absurda y más cruel que la del mundo clásico mitológico.
La vida eterna ofrecida por la Iglesia depende de quincallerías sagradas, de creencias
simplonas, de acondicionar la mente a un dogmatismo irracional; mientras que los mitos del
paganismo se enraizaban en la realidad empírica, en las experiencias naturales del hombre en el
mundo, y en la ley universal de la metamorfosis, de la incesante transformación de las cosas y de
los seres a lo largo del tiempo y del proceso histórico racional.
La indestructibilidad del ser no estaba condicionada en el pensamiento mitológico a las
exigencias de una institución religiosa artificial y autoritaria, sino a las condiciones visibles y
palpables de la realidad natural. La simbología mítica no creaba un quiosco de baratijas, no
dependía de un comercio de contrabandistas en las fronteras desguarnecidas de la muerte, sino de
las exteriorizaciones emotivas de la sensibilidad humana ante los misterios del mundo todavía
inexplorados.
La indestructibilidad del ser y, por tanto, su inmortalidad, surgía espontáneamente de la
indestructibilidad del mundo en donde las cosas y los seres se transforman según la ley natural, sin
depender de bendiciones o maldiciones sacramentales. Los dioses nacían de las aguas y de la tierra,
como nacen todas las cosas. Esa naturalidad del pensamiento mitológico fue rechazada por la
cultura teológica, que huyó de lo real hacia lo irreal, de lo natural hacia lo imaginario.
20. El miedo a la muerte como destrucción total del ser humano se compensaba, en el paganismo,
por la noción de la continuidad del alma más allá de las dimensiones de la materia. Sócrates expuso
bien esta cuestión al defenderse ante el tribunal de Atenas.
Según la Apología que Platón le dedicó, Sócrates consideró la muerte como natural y hasta
conveniente a la edad en que él se encontraba. Recordó que los jueces que lo condenaban también
estaban ya condenados y analizó las dos alternativas de la muerte: o sobrevivir a ella y encontrar a
los sabios del pasado en el plano espiritual, lo que sería una felicidad; o no sobrevivir y disolverse
en el todo, lo que sería el descanso perfecto. De ninguna manera le preocupaba la muerte. La ley
humana que lo condenaba solamente apresuraba el cumplimiento inevitable de la ley natural a la
que todos estamos sujetos. El era médium vidente y audiente, consultaba siempre a su demonio o
espíritu protector, conocía el problema de la supervivencia espiritual; pero hablaba a hombres que
no tenía esa experiencia y usaba el raciocinio más apropiado al momento.
Ese episodio nos muestra que el miedo a la muerte no era tan angustiante entre los griegos
paganos; que ellos encontraban en el pensamiento de los filósofos una consolación racional que la
Iglesia Cristiana jamás ha ofrecido a sus adeptos, siempre aterrorizados por el juicio final, la ira de
Dios y las crueldades eternas a que estarían sujetos si cayesen en las garras del Diablo.
Entre los celtas, en las Galias devastadas por la brutal conquista romana, los bardos cantaban en los tríadas druídicas la felicidad de los que sobrevivían después de una existencia dedicada al cumplimiento de los deberes humanos. La muerte no los asustaba. Mas el terror cristiano a la muerte, en la era teológica de la deformación del Cristianismo, revistió a la muerte con todos los aparatos trágicos de una civilización insegura y angustiada, sembrando el terror en lamente popular.
La presión aplastante de esa forma coercitiva de terrorismo mental, como en todos los
excesos, generó la revuelta y la descreencia, llevando a los cristianos a optar por la segunda alternativa expuesta por Sócrates: el materialismo, inconsecuente, sí, pero, al menos, racional. Esto era natural e inevitable. Solamente el regreso a la experiencia empírica podía detener la
evasión mística, reconducir a los hombres al buen sentido, a las medidas controladoras del
pensamiento racional. El deseo de librarse del acondicionamiento material, provocado por los
éxtasis místicos, por los delirios de la imaginación excitada, fue motivo de lamentaciones
primeramente para Descartes con su duda metódica y poco después para el escepticismo desolador
y el materialismo árido que juzgaban que era necesario vaciar el mundo de las alucinaciones
teológicas para que el hombre volviese a pisar el suelo, a palpar la tierra.
Si Kardec señaló más tarde que la finalidad del Espiritismo era transformar el mundo,
apartando al hombre del egoísmo y del materialismo, fue porque, en su tiempo, la victoria de la
razón ya se definía, a través de las conquistas científicas de tres siglos, (XVI, XVII y XVIII),
preparando al siglo XIX para el Renacimiento Cristiano mediante el Espiritismo.
En esa etapa, tan próxima a la nuestra, urgía restablecer en el hombre la fe basada en la
razón, mostrarle que la insensatez mística debía ser corregida por la experiencia no menos insensata
del materialismo. Si la mística llevaba al hombre a querer huir de las limitaciones corporales a
través de cilicios y aislamientos negativos, que lo apartaban de las experiencias de la relaciones
humanas; el materialismo lo llevaba a aferrarse al cuerpo, perdiendo la visión espiritual de su
realidad subjetiva. La gran tarea del Espiritismo se definía con certeza: era contener la emoción y la
imaginación, unir la fe a la razón, enmarcar al psiquismo humano en la realidad terrenal.. Era lo que Jesús había hecho en Palestina combatiendo los excesos del misticismo judío y las miserias del materialismo saduceo. El Espiritismo daba continuidad, casi dos mil años después, al pensamiento cristiano desfigurado por el sincretismo religioso de los clérigos ambiciosos que no vacilaron en cambiar el Reino de Dios por los reinos de la Tierra. Kardec podía entonces proclamar la verdad sencilla que no había sido aceptada por falta de cualidades culturales válidas: EL ESPÍRITU NO ES SOBRENATURAL, SINO NATURAL, ES EL COPARTÍCIPE DE LA MATERIA EN LA CONSTITUCIÓN DE UNA REALIDAD ÚNICA, LA REALIDAD ESPÍRITU
- MATERIA DEL MUNDO Y DEL HOMBRE.
La conclusión de Kardec es límpida y simple: LOS ESPÍRITUS SON UNA DE LAS FUERZAS DE LA NATURALEZA. Sin comprender eso no podremos comprender el Espiritismo. ESPÍRITU Y MATERIA SON LOS DOS ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE TODA LA REALIDAD. Esos elementos son dimensionales, constituyen dimensiones diversas de la realidad única. No podemos dividirlos en natural y sobrenatural, pues ambos se funden en la unidad real de la Naturaleza, como la Ciencia actual lo demuestra, aunque sin comprender todavía sus conexiones profundas y sutiles.
León Denís, discípulo y continuador de Kardec, consideró el Espiritismo como la síntesis conceptual de toda la realidad. El misterio de la Trinidad, que se manifiesta en forma mitológica o mística en todas las grandes religiones del mundo, se define en la racionalidad espírita con la terminología de la explicación kardeciana.
Dios,
existente subjetiva, integrada en la estructura objetiva de la realidad material; pero sabe, por
experiencia empírica, que esa condición material es efímera y que fatalmente será deshecha por la
muerte. El instinto de conservación lo lleva a reaccionar contra esa fatalidad. Las pruebas de
supervivencia dadas por los fenómenos mediúmnicos no lo satisfacen porque esa supervivencia
espiritual lo desliga de lo sensible, lo único que le parece natural. El se apega a esa realidad a través
de una concepción mística indefinida, que le permite aceptar la posibilidad de una continuidad
natural después de la muerte.
Las momias y los mausoleos egipcios, el paraíso sensorial de los árabes y los dogmas
religiosos de la resurrección en el propio cuerpo carnal atestiguan esa esperanza en el mismo
proceso histórico. Hay personas cultas, aún hoy, que no consiguen concebir la supervivencia
humana después de la muerte en términos espirituales. Han condicionado su mente, de tal manera,
al mundo tridimensional, asustadas por los delirios de la cultura religiosa, que temen apartarse de la
seguridad sensorial de la materia. La concepción materialista del mundo, tan absurda como la
concepción mística, surge de la frustración del ser ante el pandemónium de las alucinaciones del
fabulario religioso.
Kardec tuvo que actuar con prudencia en la divulgación del Espiritismo, para que la
reacción violenta y fanática de las religiones no asfixiase en la cuna la nueva visión del mundo que
nacía de sus investigaciones mediúmnicas. Pero, en su libro El Cielo y el Infierno, colocó al
Cristianismo sincrético de la Iglesia en el banco de los reos y demostró que la mitología de los
clérigos era más absurda y más cruel que la del mundo clásico mitológico.
La vida eterna ofrecida por la Iglesia depende de quincallerías sagradas, de creencias
simplonas, de acondicionar la mente a un dogmatismo irracional; mientras que los mitos del
paganismo se enraizaban en la realidad empírica, en las experiencias naturales del hombre en el
mundo, y en la ley universal de la metamorfosis, de la incesante transformación de las cosas y de
los seres a lo largo del tiempo y del proceso histórico racional.
La indestructibilidad del ser no estaba condicionada en el pensamiento mitológico a las
exigencias de una institución religiosa artificial y autoritaria, sino a las condiciones visibles y
palpables de la realidad natural. La simbología mítica no creaba un quiosco de baratijas, no
dependía de un comercio de contrabandistas en las fronteras desguarnecidas de la muerte, sino de
las exteriorizaciones emotivas de la sensibilidad humana ante los misterios del mundo todavía
inexplorados.
La indestructibilidad del ser y, por tanto, su inmortalidad, surgía espontáneamente de la
indestructibilidad del mundo en donde las cosas y los seres se transforman según la ley natural, sin
depender de bendiciones o maldiciones sacramentales. Los dioses nacían de las aguas y de la tierra,
como nacen todas las cosas. Esa naturalidad del pensamiento mitológico fue rechazada por la
cultura teológica, que huyó de lo real hacia lo irreal, de lo natural hacia lo imaginario.
20. El miedo a la muerte como destrucción total del ser humano se compensaba, en el paganismo,
por la noción de la continuidad del alma más allá de las dimensiones de la materia. Sócrates expuso
bien esta cuestión al defenderse ante el tribunal de Atenas.
Según la Apología que Platón le dedicó, Sócrates consideró la muerte como natural y hasta
conveniente a la edad en que él se encontraba. Recordó que los jueces que lo condenaban también
estaban ya condenados y analizó las dos alternativas de la muerte: o sobrevivir a ella y encontrar a
los sabios del pasado en el plano espiritual, lo que sería una felicidad; o no sobrevivir y disolverse
en el todo, lo que sería el descanso perfecto. De ninguna manera le preocupaba la muerte. La ley
humana que lo condenaba solamente apresuraba el cumplimiento inevitable de la ley natural a la
que todos estamos sujetos. El era médium vidente y audiente, consultaba siempre a su demonio o
espíritu protector, conocía el problema de la supervivencia espiritual; pero hablaba a hombres que
no tenía esa experiencia y usaba el raciocinio más apropiado al momento.
Ese episodio nos muestra que el miedo a la muerte no era tan angustiante entre los griegos
paganos; que ellos encontraban en el pensamiento de los filósofos una consolación racional que la
Iglesia Cristiana jamás ha ofrecido a sus adeptos, siempre aterrorizados por el juicio final, la ira de
Dios y las crueldades eternas a que estarían sujetos si cayesen en las garras del Diablo.
Entre los celtas, en las Galias devastadas por la brutal conquista romana, los bardos cantaban en los tríadas druídicas la felicidad de los que sobrevivían después de una existencia dedicada al cumplimiento de los deberes humanos. La muerte no los asustaba. Mas el terror cristiano a la muerte, en la era teológica de la deformación del Cristianismo, revistió a la muerte con todos los aparatos trágicos de una civilización insegura y angustiada, sembrando el terror en lamente popular.
La presión aplastante de esa forma coercitiva de terrorismo mental, como en todos los
excesos, generó la revuelta y la descreencia, llevando a los cristianos a optar por la segunda alternativa expuesta por Sócrates: el materialismo, inconsecuente, sí, pero, al menos, racional. Esto era natural e inevitable. Solamente el regreso a la experiencia empírica podía detener la
evasión mística, reconducir a los hombres al buen sentido, a las medidas controladoras del
pensamiento racional. El deseo de librarse del acondicionamiento material, provocado por los
éxtasis místicos, por los delirios de la imaginación excitada, fue motivo de lamentaciones
primeramente para Descartes con su duda metódica y poco después para el escepticismo desolador
y el materialismo árido que juzgaban que era necesario vaciar el mundo de las alucinaciones
teológicas para que el hombre volviese a pisar el suelo, a palpar la tierra.
Si Kardec señaló más tarde que la finalidad del Espiritismo era transformar el mundo,
apartando al hombre del egoísmo y del materialismo, fue porque, en su tiempo, la victoria de la
razón ya se definía, a través de las conquistas científicas de tres siglos, (XVI, XVII y XVIII),
preparando al siglo XIX para el Renacimiento Cristiano mediante el Espiritismo.
En esa etapa, tan próxima a la nuestra, urgía restablecer en el hombre la fe basada en la
razón, mostrarle que la insensatez mística debía ser corregida por la experiencia no menos insensata
del materialismo. Si la mística llevaba al hombre a querer huir de las limitaciones corporales a
través de cilicios y aislamientos negativos, que lo apartaban de las experiencias de la relaciones
humanas; el materialismo lo llevaba a aferrarse al cuerpo, perdiendo la visión espiritual de su
realidad subjetiva. La gran tarea del Espiritismo se definía con certeza: era contener la emoción y la
imaginación, unir la fe a la razón, enmarcar al psiquismo humano en la realidad terrenal.. Era lo que Jesús había hecho en Palestina combatiendo los excesos del misticismo judío y las miserias del materialismo saduceo. El Espiritismo daba continuidad, casi dos mil años después, al pensamiento cristiano desfigurado por el sincretismo religioso de los clérigos ambiciosos que no vacilaron en cambiar el Reino de Dios por los reinos de la Tierra. Kardec podía entonces proclamar la verdad sencilla que no había sido aceptada por falta de cualidades culturales válidas: EL ESPÍRITU NO ES SOBRENATURAL, SINO NATURAL, ES EL COPARTÍCIPE DE LA MATERIA EN LA CONSTITUCIÓN DE UNA REALIDAD ÚNICA, LA REALIDAD ESPÍRITU
- MATERIA DEL MUNDO Y DEL HOMBRE.
La conclusión de Kardec es límpida y simple: LOS ESPÍRITUS SON UNA DE LAS FUERZAS DE LA NATURALEZA. Sin comprender eso no podremos comprender el Espiritismo. ESPÍRITU Y MATERIA SON LOS DOS ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE TODA LA REALIDAD. Esos elementos son dimensionales, constituyen dimensiones diversas de la realidad única. No podemos dividirlos en natural y sobrenatural, pues ambos se funden en la unidad real de la Naturaleza, como la Ciencia actual lo demuestra, aunque sin comprender todavía sus conexiones profundas y sutiles.
León Denís, discípulo y continuador de Kardec, consideró el Espiritismo como la síntesis conceptual de toda la realidad. El misterio de la Trinidad, que se manifiesta en forma mitológica o mística en todas las grandes religiones del mundo, se define en la racionalidad espírita con la terminología de la explicación kardeciana.
Dios,
Espíritu,
Materia.
Dios es la Inteligencia Suprema, la Conciencia Cósmica de donde todo deriva y que a todo
controla. Solamente El es sobrenatural, pues, se sobrepone a toda la Naturaleza. Es la Unidad
Solitaria de la conceptuación pitagórica, que se mantiene en lo Inefable. Ese es su aspecto
transcendente.
Mas Pitágoras nos habla de un estremecimiento de la Unidad que desencadenó la Década,
generando el Universo. Y tenemos así el aspecto inmanente de Dios, que se proyecta en su creación
y a ella se une, haciéndose espontáneamente su alma y su ley. De esta manera, lo propiamente
Sobrenatural se vuelve Natural. La Conciencia Cósmica impregna el Cosmos y le imprime el
esquema infinito de sus designios.
Leibnitz desarrolló la teoría de la mónada para explicar filosóficamente el proceso de la creación.
Las mónadas serían partículas infinitesimales del pensamiento divino que, como las semillas, traen
en sí mismas el plan secreto de lo que va a ser creado. De la actividad de las mónadas, invisibles a
nuestros ojos, se forman los reinos naturales.
•
Mineral,
Dios es la Inteligencia Suprema, la Conciencia Cósmica de donde todo deriva y que a todo
controla. Solamente El es sobrenatural, pues, se sobrepone a toda la Naturaleza. Es la Unidad
Solitaria de la conceptuación pitagórica, que se mantiene en lo Inefable. Ese es su aspecto
transcendente.
Mas Pitágoras nos habla de un estremecimiento de la Unidad que desencadenó la Década,
generando el Universo. Y tenemos así el aspecto inmanente de Dios, que se proyecta en su creación
y a ella se une, haciéndose espontáneamente su alma y su ley. De esta manera, lo propiamente
Sobrenatural se vuelve Natural. La Conciencia Cósmica impregna el Cosmos y le imprime el
esquema infinito de sus designios.
Leibnitz desarrolló la teoría de la mónada para explicar filosóficamente el proceso de la creación.
Las mónadas serían partículas infinitesimales del pensamiento divino que, como las semillas, traen
en sí mismas el plan secreto de lo que va a ser creado. De la actividad de las mónadas, invisibles a
nuestros ojos, se forman los reinos naturales.
•
Mineral,
Vegetal,
Animal,
Hominal,
Espiritual.
Este proceso creador es explicado por Kardec, bajo la orientación del Espíritu de la Verdad,
como un desarrollo incesante de las potencialidades monádicas, en un flujo evolutivo que sube sin
cesar desde los reinos inferiores hacia los reinos superiores.
León Denís explica ese flujo en una expresión poética: “El alma duerme en la piedra, sueña en el
vegetal, se agita en el animal y se despierta en el hombre.” Dios, la Ley Suprema, controla todo ese
proceso en sus mínimos detalles. El alma es la mónada, principio individual que se caracteriza
como principio inteligente en El Libro de los Espíritus. Es así como el espíritu estructura la materia
dispersa en el espacio infinito.
Las hipótesis científicas del Universo Finito provienen de la incapacidad de la Ciencia para abarcar
la infinitud cósmica. Kardec advierte que, por más que ampliemos los límites supuestos del
Universo, siempre habrá en nuestra imaginación una infinita continuidad del espacio cósmico. La
consideración científica de los límites es puramente metodológica, determinada por la necesidad de
orden en nuestra mente. La propia Creación es infinita, incesante.
Gustavo Geley, metapsíquico francés, considera la mónada como un dínamo - psiquismo
inconsciente que dirige la constante metamorfosis de las cosas en seres, hasta llegar al hombre, que
a su vez, tomando conciencia de su destino, se transforma en ángel, integrando el reino espiritual de
la Angelitud, el de los Espíritus Superiores.
como un desarrollo incesante de las potencialidades monádicas, en un flujo evolutivo que sube sin
cesar desde los reinos inferiores hacia los reinos superiores.
León Denís explica ese flujo en una expresión poética: “El alma duerme en la piedra, sueña en el
vegetal, se agita en el animal y se despierta en el hombre.” Dios, la Ley Suprema, controla todo ese
proceso en sus mínimos detalles. El alma es la mónada, principio individual que se caracteriza
como principio inteligente en El Libro de los Espíritus. Es así como el espíritu estructura la materia
dispersa en el espacio infinito.
Las hipótesis científicas del Universo Finito provienen de la incapacidad de la Ciencia para abarcar
la infinitud cósmica. Kardec advierte que, por más que ampliemos los límites supuestos del
Universo, siempre habrá en nuestra imaginación una infinita continuidad del espacio cósmico. La
consideración científica de los límites es puramente metodológica, determinada por la necesidad de
orden en nuestra mente. La propia Creación es infinita, incesante.
Gustavo Geley, metapsíquico francés, considera la mónada como un dínamo - psiquismo
inconsciente que dirige la constante metamorfosis de las cosas en seres, hasta llegar al hombre, que
a su vez, tomando conciencia de su destino, se transforma en ángel, integrando el reino espiritual de
la Angelitud, el de los Espíritus Superiores.
En esa cosmogonía dinámica vemos que nada escapa del plano natural. Los espíritus nacen de
las entrañas de la materia, están insertados en ella y dentro de ella se metamorfosean. Los filósofos
existencialistas de nuestro tiempo refrendan en sus teorías esa concepción naturalista del espíritu.
Pues, ¿qué es el espíritu sino la propia criatura humana? La muerte nos muestra que el cuerpo
perece, mas el espíritu no.
Enseñaba el Padre Vieira: “¿Queréis saber lo que es el alma? Mirad un cuerpo sin alma.” La
Filosofía Existencialista proclama: “La existencia es subjetividad pura.” Y la existencia, en este
caso, es el espíritu que hace del hombre un existente, un ser que existe, que sabe qué es, y por qué
existe, y busca su trascendencia. La Vida es común a todas las cosas y a todos los seres, mas la
Existencia es la condición específica del hombre, que no se limita a vivir, sino que lucha para
trascenderse. En esa trascendencia el hombre pasa de la humanitud (el reino hominal) hacia la
angelitud (el reino espiritual). Siendo el espíritu nuestra propia esencia, lo que somos realmente con
toda nuestra personalidad, es evidente que el espíritu no es sobrenatural, sino natural, un elemento
vivo y dinámico de la Naturaleza. Cuando tomamos conciencia de esa concepción espírita del
mundo y del hombre, la realidad se impone a nuestra mente, ahuyentando las confusas e
incongruentes fabulaciones teológicas.
Herculano Pires.
las entrañas de la materia, están insertados en ella y dentro de ella se metamorfosean. Los filósofos
existencialistas de nuestro tiempo refrendan en sus teorías esa concepción naturalista del espíritu.
Pues, ¿qué es el espíritu sino la propia criatura humana? La muerte nos muestra que el cuerpo
perece, mas el espíritu no.
Enseñaba el Padre Vieira: “¿Queréis saber lo que es el alma? Mirad un cuerpo sin alma.” La
Filosofía Existencialista proclama: “La existencia es subjetividad pura.” Y la existencia, en este
caso, es el espíritu que hace del hombre un existente, un ser que existe, que sabe qué es, y por qué
existe, y busca su trascendencia. La Vida es común a todas las cosas y a todos los seres, mas la
Existencia es la condición específica del hombre, que no se limita a vivir, sino que lucha para
trascenderse. En esa trascendencia el hombre pasa de la humanitud (el reino hominal) hacia la
angelitud (el reino espiritual). Siendo el espíritu nuestra propia esencia, lo que somos realmente con
toda nuestra personalidad, es evidente que el espíritu no es sobrenatural, sino natural, un elemento
vivo y dinámico de la Naturaleza. Cuando tomamos conciencia de esa concepción espírita del
mundo y del hombre, la realidad se impone a nuestra mente, ahuyentando las confusas e
incongruentes fabulaciones teológicas.
Herculano Pires.
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