lunes, 21 de septiembre de 2015

EGOISMO Y ORGULLO, CAUSAS, EFECTOS Y MEDIOS DE DESTRUIRLOS.

Hermanos del Camino:  
Cuantas veces el E.S.E nos recuerda  una y otra vez a lo largo de las instrucciones de los espiritus, en casi todas sus paginas, estas dos palabras. Hoy permitiendonos recordar el capitulo XII " Amar a los enemigos " en el   item 3 que nos dice:
"Si el amor del prójimo es el principio de la caridad, amar a sus enemigos es su aplicación sublime, porque esta virtud es una de las más grandes victorias contra el egoísmo y el orgullo"

Es hora que por fin tomemos acciones ante estas palabras que hemos escuchado por siglos y si optamos con buenas resoluciones seguramente nos dispondremos a tomar una senda tortuosa, sí , si que lo es,  pero cuanto tiempo estaremos en ella? los interrogante ademas son:
¿Aprovechamos como humanidad esta bendita oportunidad en el buen combate? o por el contrario desperdiciamos las enseñanzas que continuamente nos ilustran?. Para que la persistencia camine hacia los deseos y estos se hagan acciones ejemplificantes y  para buscar la tan ansiada paz por la que se lucha incesantemente en el globo solo necesitamos , actuar por conviccion, no convertir el instinto y las pasiones en fuerzas que destruyen, no,  por el contrario , desarrollar el sentimiento y llenos de fe y abnegadamente cumplir con el deber para que la virtud salga triunfante. Una paz sin la fuerza del amor que se representa en hermanarnos con indulgencia, practicando la caridad, igualdad y fraternidad  en todas sus expresiones ,conseguira que la solidaridad no sea una palabra vana, seremos justos unos con los otros por un bien común. ¡He alli el campo para la labranza! , dobleguemos nuestras propias imperfecciones y venciendonos a nosotros mismos levantemos  la frente hacia la vida futura...
 


EGOISMO Y ORGULLO, SUS CAUSAS, SUS EFECTOS Y MEDIOS DE DESTRUIRLOS.

Está reconocido que la mayor parte de las miserias de la vida tienen su origen
en el egoísmo de los hombres. Desde el momento en que cada uno piensa en sí,
antes de pensar en los otros, y que ante todo quiere su propia satisfacción, procura
naturalmente proporcionársela a toda costa, y sacrifica sin escrúpulo los intereses
de otro, desde las más pequeñas a las más grandes cosas, así en el orden moral
como en el material. De aquí todos los antagonismos sociales, todas las luchas,
todos los conflictos y todas las miserias, pues cada cual quiere despojar a su
vecino.
El egoísmo tiene su origen en el orgullo. La exaltación de la personalidad
induce al hombre a considerarse como superior a los otros, y creyéndose con
derechos superiores, se resiente de todo lo que, según él, es un ataque a sus
derechos. La importancia que por orgullo da a su persona, le hace naturalmente
egoísta.
El egoísmo y el orgullo tienen su origen en un sentimiento natural: el instinto
de conservación. Todos los instintos tienen su razón de ser y su utilidad, porque
Dios no puede hacer nada inútil. Dios no ha creado el mal, sino que es el hombre
quien lo produce por el abuso que hace de los dones de Dios, en virtud de su libre
albedrío. Ese sentimiento, encerrado en sus justos limites, es, pues, bueno, en si
mismo, y lo que le hace malo y pernicioso es la exageración. Lo mismo sucede con
todas las pasiones que a menudo desvían al hombre de su objeto providencial.
Dios no ha creado al hombre egoísta y orgulloso; le creo sencillo e ignorante, y él
es quien se ha hecho egoísta y orgulloso, exagerando el instinto que Dios le ha
dado para su propia conservación.
Los hombres no pueden ser felices si no viven en paz, es decir, si no están
animados de un sentimiento de benevolencia, indulgencia y condescendencia
reciprocas, en una palabra, mientras procuren destruirse unos a otros. La caridad y
la fraternidad resumen todas esas condiciones y todos los deberes sociales, pero
suponen la abnegación, y esta es incompatible con el orgullo y el egoísmo. Luego,
con estos vicio, no es posible la verdadera fraternidad, ni por consiguiente, la
igualdad y libertad, porque el egoísta y el orgulloso lo quiere todo para si. Estos
serian siempre los gusanos roedores de todas las instituciones progresivas, y en
tanto que reinen, los sistemas sociales más generosos y mas sabiamente
combinados, caerán a sus golpes. Bello es sin duda proclamar el reino de la
fraternidad, pero, ¿a que hacerlo, existiendo una causa destructora del mismo?
Eso es edificar en terreno movedizo, y tanto valdría como decretar la salud en un
país malsano. Si se quiere que en ese país estén buenos los hombres, no basta
enviarles médicos, pues morirán como los otros, sino que es preciso destruir las
causas de insalubridad. Si queréis que los hombres vivan como hermanos en la
tierra, no basta que les deis lecciones de moral, sino que es necesario destruir las
causas de antagonismo, atacar el principio del mal, el orgullo y el egoísmo. He aquí
la llaga y en ella debe concentrarse toda la atención de los que seriamente quieren
el bien de la humanidad. Mientras este obstáculo subsista, verán paralizados sus
esfuerzos, no solo por una resistencia inerte, sino también por una fuerza activa
que sin cesar trabajar por destruir su obra, porque toda idea grande, generosa y
emancipadora arruina las pretensiones personales.
Se dirá que es imposible destruir el egoísmo y el orgullo, porque son vicios
inherentes a la especie humana. Si así fuese, preciso sería desesperar a todo
progreso moral; y sin embargo, cuando se considera al hombre en las diversas
edades, no puede desconocerse un progreso evidente, y si ha progresado, puede
progresar aun. Por otra parte, ¿no se encuentra, acaso, algún hombre desprovisto
de orgullo y egoísmo? ¿No se ven, por el contrario, esas naturalezas generosas,
en las que el sentimiento de amor al prójimo, de humildad, de desinterés y de
abnegación parece innato? Su número es menor que el de los egoístas, cierto,
pues de lo contrario, no dictarían estos la ley, pero hay más de las que se cree; y si
parecen tan poco numerosas, es porque el orgullo se pone en evidencia, al paso
que la virtud modesta permanece en la oscuridad. Si, pues, el egoísmo y el orgullo
fuesen condiciones necesarias de la humanidad, como la de alimentarse para vivir,
no habría excepciones. Lo esencial es, por lo tanto, conseguir que la excepción se
eleve a regla, y para ello se trata, me todo, de destruir las causas que producen y
conservan el mal.
La principal de esas causas proviene evidentemente de la idea falsa que se
forma el hombre de su naturaleza, de su pasado y de su porvenir. No sabiendo de
donde viene, se cree ser más de lo que es; no sabiendo a donde va, concentra
todo su pensamiento en la vida terrestre; la quiere tan agradable como sea posible;
quiere .todas las satisfacciones, todos los goces y por esto se echa sin escrúpulo
sobre su vecino si este le es obstáculo. Mas para que así suceda, le es preciso
dominar, pues la igualdad daría a los otros derechos que quiere para él solo; la
fraternidad le impondría sacrificios en detrimento de su bienestar; quiere la libertad
para si y solo la concede a los otros en tanto que no produzcan menoscabo a sus
prerrogativas. Teniendo cada uno las mismas pretensiones, resultan conflictos
perpetuos que hacen pagar muy caros los pocos goces que llegan a procurarse.
Identifíquese el hombre con la vida futura y cambiará completamente su modo
de considerar las cosas, como sucede al viajero que solo ha de permanecer pocas
horas en una mala posada, y que sabe que a su salida tendrá otra magnifica para
el resto de sus días.
La importancia de la vida presente, tan triste, tan corta, tan efímera, se borra
ante el esplendor del porvenir que se ofrece a sus ojos. La consecuencia natural,
lógica, de esta certeza, es la de sacrificar un presente fugaz a un porvenir
duradero; al paso que más lo sacrificaba todo al presente. Viniendo a ser su objeto,
poco le importa tener un poco más o menos en esta; los intereses mundanos son
entonces lo accesorio en vez de ser lo principal; trabaja al presente con la mira de
asegurar su posición en el porvenir, y sabe, además, con que condiciones puede
ser feliz.
Para los intereses mundanos, los hombres pueden estorbarle: le es preciso
separarlos, y por la fuerza de las cosas, se hace egoísta. Si dirige sus miradas a la
altura, hacia una dicha que ningún hombre puede dificultarle, no tiene interés en
anonadar a nadie, y el egoísmo carece de objeto, pero siempre le queda el
estimulante del orgullo.
La causa del orgullo esta en la creencia que tiene el hombre de su
superioridad individual, y también en esto se hace sentir la influencia de la
concentración del pensamiento en la vida terrestre. Para el hombre que no ve nada
ante él, nada después de él y nada que le sea superior, el sentimiento de la
personalidad se sobrepone a todo y el orgullo no tiene contrapeso.
La incredulidad no solo no pose ningún medio de combatir el orgullo, sino que
le estimula y le da razón de ser, negando la existencia de un poder superior a la
humanidad. Solo en sí mismo cree el incrédulo, y es natural que tenga orgullo.
Mientras que en los golpes que recibe el incrédulo no ve más que la casualidad, el
que tiene fe ve en ellos la mano de Dios y se inclina. Creer en Dios y en la vida
futura, es, pues, la primera condición para templar el orgullo, pero no basta esto, y
junto al porvenir, debe verse el pasado para formarse una idea justa del presente.
Para que el orgulloso cese de creer en su superioridad, le es preciso probarse
que no es más que los otros y que estos son tanto como él: que la igualdad es un
hecho y no simplemente una hermosa teoría filosófica, verdades que se
desprenden de la preexistencia del alma y de la reencarnación.
Sin la preexistencia del alma, el hombre es inducido a creer que Dios le ha
dotado excepcionalmente, si es que cree en Dios, pues cuando así no sucede, da
gracias a la casualidad y a su propio mérito. Iniciándole la preexistencia en la vida
anterior del alma, le enseña a distinguir la vida espiritual infinita de la vida corporal
temporal; sabe de este modo que las almas salen iguales de manos del Creador,
que tienen un mismo punto de partida y un mismo objeto, que todas deben lograrlo
en más o menos tiempo según sus esfuerzos; que él mismo no ha llegado a ser lo
que es sino después de haber vegetado largo tiempo y penosamente como los
otros en los grades inferiores; que entre los más atrasados y los más adelantados
solo existe una cuestión de tiempo; que las ventajas del nacimiento son puramente
corporales e independientes del Espíritu, y que el simple proletario, puede, en otra
existencia, ocupar el trono, y el mas potentado, renacer proletario. Si solo
considera la vida temporal, ve las desigualdades sociales del momento, que le
lastiman; pero si fija la mirada en el conjunto de la vida del Espíritu, en el pasado y
en el porvenir, desde el punto de partida hasta el de arribo, estas desigualdades
desaparecen, y reconoce que Dios no ha privilegiado a ninguno de sus hijos con
perjuicio de los otros; que a cada uno ha dado igual parte y no ha allanado el
camino más a los unos que a los otros; que el que en la tierra esta menos
adelantado que él, puede llegar antes que él si trabaja más en su
perfeccionamiento, y reconoce, en fin, que no llegando cada uno más que por sus
esfuerzos personales, el principio de igualdad es a la vez un principio de justicia y
una ley natural, ante los cuales cae el orgullo del privilegio.
Probando la reencarnación que los Espíritus pueden renacer en diferentes
condiciones sociales, ya como expiación, ya como prueba, enseña que en aquel a
quien se trata con desdén puede hallarse un hombre que ha sido nuestro superior
o nuestro igual en otra existencia, un amigo o un pariente. Si el hombre lo supiese,
le trataría con miramiento, pero entonces no tendría mérito alguno. Si, por el
contrario, supiese que su actual amigo ha sido su enemigo, su servidor o su
esclavo, lo rechazaría. Dios no ha querido que sucediese así, y por esto ha corrido
un velo sobre el pasado, y de semejante manera el hombre es conducido a ver
hermanos e iguales suyos en todos, de donde resulta una base natural para la
fraternidad. Sabiendo que podrá ser tratado como trató a los otros, la caridad viene
a ser un deber y una necesidad fundados en la misma naturaleza.
Jesús sentó el principio de la caridad, de la igualdad y de la fraternidad; hizo
ellos una condición expresa para la salvación, pero estaba reservado a la tercera
manifestación de la voluntad de Dios, el Espiritismo por el conocimiento que da de la
vida espiritual, por los nuevos horizontes que descubre y las leyes que revela; le
estaba reservado el sancionar ese principio, probando que no solo es una doctrina
moral, sino una ley natural, y que es conveniencia del hombre practicarla. Así lo
hará cuando, cesando de ver en el presente el principio y el fin, comprenda la
solidaridad que existe entre el presente, el pasado y el porvenir. En el inmenso
campo de lo infinito que el Espiritismo le hace entrever, se anula su importancia
personal; comprende que solo no es ni puede nada; que todos tenemos necesidad
unos de otros y que no somos unos más que otros: doble golpe asestado al orgullo
y al egoísmo.
Mas para esto le es menester la fe, sin la que permanecer forzosamente en el
atolladero del presente; no la fe ciega que huye de la luz, restringe las ideas, y
mantiene, por lo tanto, el egoísmo; sino la fe inteligente, razonada, que quiere la
claridad y no las tinieblas, que rasga valerosamente el velo de los misterios y dilata
el horizonte; esta fe, elemento primero de todo progreso, que le da el Espiritismo;
fe robusta, porque esta fundada en la experiencia y en los hechos, porque le da
pruebas palpables de la inmortalidad de su alma, le enseña de donde viene, a
dónde va y por que se halla en la tierra; por que fija, en fin, sus inciertas ideas
sobre su pasado y su porvenir.
Una vez pisado este camino, no teniendo el orgullo y el egoísmo las mismas
causas de sobreexcitación, se extinguirán poco a poco por carecer de objeto y de
alimento, y todas las relaciones sociales se modificarán bajo el imperio de la
caridad y de la fraternidad bien comprendidas.
¿Puede esto acontecer en virtud de un cambio brusco? No, es imposible;
nada hay brusco en la naturaleza; jamás recobra súbitamente la salud el enfermo;
pues entre la salud y la enfermedad media siempre la convalecencia. No puede,
pues, el hombre cambiar instantáneamente su punto de vista y dirigir la mirada
desde la tierra al cielo; el infinito le confunde y le deslumbra, y le es necesario
tiempo para asimilarse las ideas nuevas. El Espiritismo es, sin contradicción, el
mas poderoso elemento moralizador, porque mina por su base al orgullo y al
egoísmo, dando un punto de apoyo a la moral: en materia de conversión, ha hecho
milagros; cierto que no son más que curas individuales y con frecuencia parciales;
pero lo que ha producido en los individuos es prueba de lo que un día producir en
las masas. No puede arrancar de una sola vez todas las malas hierbas; da la fe:
esta es la buena semilla, pero a la semilla le es necesario tiempo para germinar y
dar buenos frutos. He aquí por que todos los espiritistas no son aun perfectos. Ha
tomado al hombre en mitad de la vida, en el fuego de las pasiones, en la fuerza de
las preocupaciones, y si en tales circunstancias ha operado prodigios, ¿qué será
cuando le tome al nacer, virgen de todas las impresiones malsanas, cuando mame
la caridad con la leche y sea mecido por la fraternidad, cuando toda una
generación, en fin, sea educada y alimentada en esas ideas, que desplegándose a
la razón, fortificarán en vez de desunir? Bajo el imperio de semejantes ideas, que
habrán llegado a ser la fe de todos, el progreso no hallará obstáculos en el orgullo
y el egoísmo, las instituciones se reformarán por si mismas y la humanidad
avanzará rápidamente hacia los destinos que le están prometidos en la tierra
mientras espera los del cielo.

Obras Postumas . Allan Kardec.

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