En la solución a los problemas de caridad, no olvides la beneficencia del campo más íntimo, que tantas veces relegamos a la indiferencia.
Predica la fraternidad aprovechando la tribuna que armonice tus gestos y discipline tu voz; sin embargo, recibe en la propiedad o en el hogar, como ver-daderos hermanos a los compañeros de lucha, asalariados a tu servicio.
Esclarece a los Espíritus conturbados y sufridores en los círculos consa-grados al socorro de aquellos que cayeron en desajuste mental; sin embargo, acoge con redoblado cariño a los parientes desorientados que la prueba dese-quilibra o ensandece.
Ayuda a levantar refugios de ternura para los niños abandonados; sin embargo, abraza en casa a los hijitos que Dios te dio conduciéndoles la mente infantil, a través del ejemplo propio, al santuario del deber y del trabajo, del amor y de la educación.
Difunde la doctrina de paz que bendice tu senda, divulgándola por inter-medio del concepto brillante que te despunta de la pena, pero no olvides ejer-cerla en ti mismo incluso a costa de aflicción y de sacrificio, para que tu paso entre las cuatro paredes del instituto doméstico sea un hito de luz para los que te acompañan.
Cede a los necesitados de aquello que retienes en el curso de las ho-ras...
No obstante, da de ti mismo a los semejantes, con bondad y servicio, re-conforto y perdón, cada vez que alguien se revele hambriento de protección y disculpa, entendimiento y cariño.
¡Beneficencia! ¡Beneficencia!
¡No manches su copa con el veneno de la exhibición, ni enturbies su fuente con el lodo de la vanidad!
Recibe sus sugestiones de amor en el centro del corazón y, buscándola primeramente en los compartimentos de nuestra alma, sentiremos todos noso-tros la intraducible felicidad que se derrama de la felicidad que vengamos a propiciar a los otros, conquistando, finalmente, la alegría sublime que huye al alarde de los hombres para dilatarse en el silencio de Dios.
Emmanuel
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