domingo, 22 de junio de 2014

OJO POR OJO DIENTE POR DIENTE.

OJO POR OJO Y DIENTE POR DIENTE
Amigos invisibles, que en el lenguaje usual se llaman lectores, pero que invisibles sois para mi, puesto que no os conozco. ¿Os acordáis de una confidencia que os hice con el epígrafe El árbol de la vida, en la que os presentaba éste con flores, con frutos y seco?, simbolizando este último periodo el cadáver de una mujer, que contemplé en un hospital, y a cuyo espíritu pregunté, ¿quién eres? y escuché una voz clara y precisa que me contestó: ya te diré quién soy; pues bien, como no hay deuda que no se pague, ni plazo que no se cumpla, dicho espíritu pagó la deuda que conmigo contrajo, dando la siguiente comunicación por conducto de un médium escribiente mecánico, en distintas sesiones.
I
«Amalia, te dio pena ver mi cadáver solo y abandonado, en poder de seres indiferentes que se alegraban de mi muerte, porque les hice sufrir con mis lamentos. “Mi soledad te inspiró simpatía y me preguntaste quién ora yo; y agradecí tu espontáneo interés, pues me encontraba, (y es un caso bastante excepcional) sin turbación alguna, pudiendo apreciar y conocer cuanto me rodeaba.
»Hacía mucho tiempo que solía abandonar mi materia por espacio de muchas horas, y mehabía acostumbrado a ver a mí pobre cuerpo lleno de llagas y cubierto de podredumbre, por lo tanto, al desatarse los lazos fluídicos que me unían a mi envoltura, la contemplé sin sobresalto ni pena; tan habituada estaba ya a mirarla. “Tu voz arraiga, fue el único eco que encontré ora la tierra en mi larga peregrinación; vida interrumpida de sufrimientos, justo castro a mis anteriores desaciertos».
II

En mi penúltima encarnación pertenecí al sexo masculino, siendo mis padres honrados labradores ora la provincia de Toledo; pero yo sin duda, en mi vida pasada fui el primogénito de algún duque, mirando con necio desdén las tareas agrícolas; viendo mi padre que no podía hacer carrera de mi, me envió a Toledo, al lado de un hermano suyo, que era canónigo, el cual trató de hacerme sacerdote, mas yo, que sólo pensaba en repartir estocadas y mandobles a diestro y siniestro, junto a las rejas de las nobles damas, porque ora mi ambición soñaba hacer fortuna por medio de un casamiento ventajoso, no hice caso alguno de sus buenos consejos y extrayendo de sus arcas cuanto dinero pude, huí de Toledo, acompañado dé otro perdido como yo.
III
Granada fue la ciudad que elegimos para teatro de nuestras locuras; cambiamos de nombre y en poco tiempo nos hicimos notables por camorristas y alborotadores, saliendo siempre ilesos en las continuadas peleas.
Siguiendo en mi idea de casarme con una mujer rica, fijé mis ojos en una hermosa joven hija de una gran familia; ella también reparó en mí y me quiso desde que me vio, porque yo tenía la hermosura del ángel malo, como decís en la tierra, y subyugué por completo a Clemencia, que era cándida y buena.
Con el oro vencí la resistencia de su anciana dueña, que me facilitó la entrada en el jardín de la casa, donde hablaba con Clemencia, la cual debía casarse con un pariente suyo a quien no amaba; le propuse la fuga, pero ella casta y pura, se negó a ello y entonces la dije que un - sacerdote nos bendiciría antes de abandonar el hogar paterno.
Así fue: Mi compañero de aventuras, disfrazado con un hábito de fraile, me acompañó una noche y en un pabellón del jardín tuvo lugar la menuda y sacrílega ceremonia, siendo testigo la dueña de Clemencia: ésta, pálida y temblorosa, abandonó la casa de sus mayores, dominada por mi poderosa voluntad.
IV
Pasamos ocho días en una casa de campo: Clemencia era dichosa, y yo le dicté una carta para su padre, pidiéndole perdón y permiso para echarnos a sus pies; pero nuestra súplica fue en vano; la dueña de Clemencia contó a la madre de ésta nuestro secreto casamiento y enterado su padre, púsose furiosísimo, declarando que desheredaba a la hija ingrata, prohibiendo terminantemente que nadie la nombrara en su presencia, puesto que para él ya había muerto.
La dueña de Clemencia, despedida de la casa, fue la que nos enteró de todo lo ocurrido, dejándome desconcertado, porque echaba por tierra todos mis planes de riqueza y poder.
Mi amigo me aconsejó que dejáramos a Granada antes que nos hicieran dormir a la sombra; comprendí que tenía razón y quise dejar allí a Clemencia; pero mi compañero no lo juzgó prudente diciendo: que tiempo había para esto; y salimos los tres con dirección a Cádiz; allí hice conocimiento con un capitán negrero y sin decir una palabra ni a Clemencia ni a mi amigo, me embarqué con rumbo a Cuba.
Durante el viaje no dejó de turbar mi sueño un vago remordimiento: Clemencia iba a ser madre, y la dejaba abandonada en una ciudad extraña; mas a fuerza de embriagarme, acallé los gritos de mi conciencia.
V
Me asocié con el capitán del buque y al cabo de dos años había hecho buen negocio, vendiendo a mis hermanos. Conocí a una linda criolla, que era inmensamente rica y tresmeses después era mi esposa.
Permanecí en Cuba algunos años y después decidí fijar mi residencia en Madrid.
Emprendimos el viaje, y al llegar a Cádiz miré a todos lados con recelo, temiendo encontrar a Clemencia que ni un solo día había dejado dejado ver en mi mente.
¡La víctima seguía al verdugo ...! Dejé la antigua Gades, sin perder momento y llegamos a Madrid, donde viví un año rodeado de un lujo fabuloso, queriendo a fuerza de aturdimiento desoír la voz de mi corazón, que continuamente me atormentaba.
Mi esposa deliraba por mí, pero ella sólo me inspiraba la más completa indiferencia; mi pensamiento esclavo del oro, se encontraba como Tántalo: condenado a ver el agua y a morir de sed.
Mi vida era un infierno; dos mujeres me habían amado y yo nada había sentido. Muchas noches las pasaba en la crápula y en la orgía, volviendo a mi casa desesperado, pensando más que nunca en Clemencia.
Una tarde salí con mi esposa y al anochecer encontramos el viático en la calle de Toledo: mi mujer saltó del coche, más ligera que el deseo y suplicó al anciano sacerdote que subiera a él, siguiendo nosotros a pie.
Mi compañera era fanática en demasía, pero hacía muchas obras de caridad, siendo una de ellas el visitar a los enfermos.
Me propuso que siguiéramos al viático por si el enfermo era pobre dejarle una limosna; accedí a ello y sin poderme dar cuenta de lo que sentía, ansiaba llegar.
Llegamos al fin a un callejón sucio y hediondo y entramos en una casa donde se aspiraba un ambiente mefítico.
Al final de un patio largo y estrecho, encontramos en una habitación donde unas cuantas mujeres rodeaban una miserable cama, si tal nombre merece un mal jergón tendido en el suelo, húmedo y frío.
Una pobre mujer ocupaba aquel pobre lecho, y al verla no pude contener un grito: Clemencia, moribunda, estaba ante mis ojos.
La enferma se movió ligeramente, como queriendo ahogar un gemido. El sacerdote se inclinó como para reconocerla y dijo con acento compasivo:
--Si yo hubiera sabido que me llamabais para auxiliar a Clemencia no hubiera venido, porque vestida y calzada se podrá ir a la gloria, que bien ganada la tiene, ¡pobre mártir….!
Se prosternó, oró breves momentos, bendijo a la enferma y salió diciendo: dejadla dormir, mañana volveré a verla.
Mi mujer dio algún dinero a una de aquellas mujeres ,y salió tristemente preocupada, diciéndome que al día siguiente volvería acompañada de su médico.
VI
Nada le repliqué; pero en seguida que llegamos a casa, busqué a un célebre doctor, amigo mío, con quien me dirigí a ver de nuevo a Clemencia, que seguía sumergida en un profundo letargo.
Mi amigo la miró con tristeza y me dijo: Esta noche dejara de existir. -¿,Sin despertar de su sueño?--le pregunté.
¡Oh!, eso si; me contestó, y sacando de su bolsillo un pomito que contenía elixir, vertió en sus labios algunas gatas y mandó salir a dos ancianas que velaban a la moribunda.
Abrió Clemencia los ojos y entonces mi amigo la hizo beber lo que quedaba de aquel cordial. Momentos después un raudal de llanto bañó su rostro , y reclinando su cabeza en mi hombro; me dijo con penas perceptible.
---Al fin has venido, ¡cuanto tiempo te he esperado! ¿Por qué has tardado tanto?
Yo no sabía qué contestar; el dolor y el remordimiento más horrible, ponían un nudo a mi garganta y sólo pude murmurar: He sido un miserable, perdóname.
-Hace mucho tiempo que te perdoné, para que Dios y mis padres me perdonaran también.
-¿Y qué ha sido de ti ...? ¿Cómo has vivido, Clemencia mía?
Breve es mi historia: Cuando te fuiste, a los tres meses un ángel vino a hacerme compañía; tres años vivió conmigo, y luego... tendió sus alas y se fue al cielo, ¡ pobre hija. mía!, se murió muy a tiempo.
-¿Por qué?
--Porque yo de tanto llorar me quedé ciega; mi dueña vino a buscarme a Cádiz, y me trajo a Madrid, donde la ciencia, pudo más que mi dolor, y volví a ver la luz del día.
Habíamos agotado todos nuestros recursos de alhajas y de ropa y nos dedicamos a coser para poder vivir; pero mi anciana amiga murió en mis brazos y este triste suceso me hizo perder las pocas fuerzas que tenía, y tuve que ir a pedir limosna para llevar pan a mis labios; al fin caí enferma y estuve en el hospital muchos meses; después... me arrojaron de allí, porque se hizo mi enfermedad crónica, y últimamente encontré un alma buena que me dejó vivir aquí, y me he alegrado morir en la soledad, para que nada me distrajera y pudiera constantemente pensar en ti. ¿Y tú, dime; qué has hecho?
La iba a contestar sin saber qué decirla, cuando mi amigo se puso un dedo en los labios y me indicó con su mirada, que mirara bien a Clemencia; ésta había cerrado los ojos y de su pequeña boca destilaban algunas gotas de sangre, que recogí con mi pañuelo.
De nuevo abrió los ojos, diciendo con acento apagado: ¡Gracias, Dios mío!, al fin le he visto,
¡muero feliz!, y cayó sobre la almohada para no levantarse más.
Mi amigo me quiso arrancar de la fúnebre estancia, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles; permanecí clavado ante aquél cadáver, sintiendo un remordimiento sin límites, y un amor inmenso y loco: desesperado, sin fe, sin creencias, sin consuelo alguno, acompañé, hasta el cementerio, a la sombra de mi vida, y después febril, jadeante; sin conciencia de lo que hacía, huyendo, de mí mismo, corrí... corrí a la ventura y me precipité en el canal, terminando violentamente mi abominable existencia.
VII
Cuán equivocado está el hombre cuando cree que con el suicidio se acaba su tormento, y es al contrario, que se multiplica ciento por uno.
Todo el tiempo que al hombre le resta que estar en la tierra, cumpliendo, su expiación, permanece en la erraticidad, sintiendo la violenta agonía de la muerte; yo por mí sé decirte, que contemplaba el canal, veía su agua turbia, y flotando en ella mi cadáver el que llegaba hasta la orilla, saltaba a tierra y se precipitaba de nuevo en la corriente, sintiendo en todo mi ser la inexplicable impresión, la angustia indefinible que había experimentado al morir, y volvía nuevamente a subir y a caer.
No se cuánto tiempo estuve así; porque en el espacio no se conoce el límite de los años; pero cuando se cumplió el plazo de mi vida, se me apareció el espíritu de Clemencia, que me dijo:
-¡Desgraciado!, tu obcecación nos separó en la tierra y por mucho tiempo nos separará en la eternidad; vas a encarnar de nuevo, elige prueba, y si la sufres con resignación, recuperarás algo de lo que has perdido.
Desapareció la fulgente visión y yo pedí a Dios una existencia de martirio y humillación, ya que tan orgulloso había sido en mi vida pasada.
VIII
Volví a la tierra y escogí una familia rica; hija única, mis padres me adoraban y los perdí en edad temprana, quedando en poder de tutores, que mermaron mi fortuna, gastando yo el resto, a mi, mayor edad, con la libertad más desenfrenada.
Cual otra impúdica Mesalina, me lancé en la vida del vicio, y como en esa senda, dado el primer paso, se va descendiendo hasta hundirse en el abismo, yo dejé de ser mujer, para convertirme en cosa, hasta que llegó un día, que agostada mi belleza, pobre y sola, miré en torno mío, y lloré amargamente, porque todos huían de mí como si tuviera lepra. Razón tenían, yo tenía lepra en el alma, tarde reconocí mis desaciertos.
Tan escandalosa había sido mi vida, tan pública mi humillación, que no encontré taller para trabajar, ni casa donde servir; la sociedad me rechazaba, el hambre me hacía sentir sus terribles convulsiones y mi cuerpo cayó desplomado en tierra, devorado por la enfermedad.
Diez años fui rodando por los hospitales, los cuatro últimos los pasé donde viste mi cadáver. Clemencia me prestaba su amparo, porque sufrí con resignación mis acerbos padecimientos.Cuando dejé la tierra salió a mi encuentro y me dijo: Que había andado a jornadas dobles el camino, y que en mi próxima encarnación, iría a un mundo mucho más adelantado que el vuestro.

Adiós, Amalia, me parece mentira que haya dejado mí andrajosa envoltura; la luz me rodea y siento en mí renacer algo grande, que jamás he sentido en ese triste y oscuro planeta.
Te guardo gratitud por la compasión que te inspiré; tú eres el único recuerdo grato que tengo en ese mundo. Adiós; sigue resignada con el peso de tu cruz hasta llegar al calvario, y
encontrarás después de la muerte, lo que nunca podéis soñar ni entrever en ese destierro: luz, vida y verdad. «Adiós».
Este resumen de dos existencias se obtuvo en varias reuniones. Yo, dejándole toda la verdad
histórica, he cuidado únicamente de compendiarlo en lo posible.
Este relato manifiesta, que no se derrama una lágrima que no tenga su razón de ser.
¡Cuán grande es el Espiritismo! Es la esencia de la razón. ¡Y que haya estado tantos siglos
oculto a nuestro entendimiento!
Verdaderamente los espíritus que encarnamos en la tierra (exceptuando algunos genios
superiores que vienen a cumplir una gran misión), ¡en qué estado tan deplorable de atraso nos
encontramos!
¡Qué pequeña!, ¡qué mezquina, y qué egoísta es la humanidad! y qué orgullosa al mismo tiempo: pero esto no debe de extrañarse, porque no hay nada más osado que la ignorancia y la
nuestra es limitada.
Dijo Chateaubriand, que la naturaleza decía una palabra en cada siglo: y en el nuestro la pronunció también: ¡Espiritismo! La palabra más trascendental qué ha resonado en el Universo, repitiéndola el eco de mundo en mundo.
Palabra mágica que cambiará todo lo creado. Ella llevará la civilización de polo a polo; de zona a zona; ella conquistará la tierra palmo a palmo, pero sin dejar tras de si la sangrienta huella que dejaron Alejandro, César y Napoleón. Dice Pelletan, que si la fuerza es el alma de la materia, en pago, la idea es el alma de la fuerza.
Pues bien; esa será la soberana del orbe, la idea, crisálida de la razón por la cual el hombre conoce lo que vale, y el día que la humanidad reconozca sus defectos, dejará de ser la tierra un planeta de expiación.
Todas nuestras guerras civiles y religiosas, todas nuestras luchas intimas de familia a familia,
de individuo a individuo, no tienen más causa ni más origen, que la creencia errónea que abrigamos, que no nos da la suerte todo el bien que merecemos.
El día en que todos estén convencidos que no hay razas desheredadas, sino que cada cual se deshereda a sí mismo, reinará. sobre la tierra la moral evangélica de Cristo; la humanidad formará una sola familia, y entonces no habrá escritores como Dumas (padre), que digan con fundada razón: «¡Hombres! ¡hombres!, raza de cocodrilos..”
Espiritistas de todas las naciones, roguemos a Dios que la razón domine en el mundo. 1875.
Amalia Domingo Soler.

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