EN UN LECHO DE FLORES
Cada uno tiene su monomanía, y la mía
indudablemente es la de las flores; todas me parecen bellas y
encantadoras, causándome mayor ilusión los árboles frutales cuando están
floridos, que cuando se inclinan sus ramas al peso del fruto. Mis
árboles favoritos son los almendros, que son los primeros en florecer, y
siempre han cautivado de tal modo mi atención, que nunca olvidaré un
centenar de almendros que vi en Tarrasa, cubiertas sus ramas de blancas
florecillas. Al año siguiente volví al mismo lugar y al ver que todos
los almendros habían desaparecido sentí un dolor tan agudo en el
corazón, como si en aquel punto pensara hallar un ser querido y éste
hubiera hecho un viaje a la eternidad; tuve que hacer un gran esfuerzo
para no llorar amargamente. Todo el año había soñado con aquel oasis y
al encontrar un desierto en vez de un bosque florido, ¡Qué pena tan
grande experimenté!. Junto a mi casa hay un jardín que tiene muchos
árboles frutales, y cuando están cubiertos de florecillas, paso ratos
deliciosos contemplando aquel lecho de flores, pues mirando los árboles
floridos desde cierta altura, parece completamente una red de flores
sostenida en el aire por hilos invisibles.
Una tarde que miraba fijamente aquel
paraíso en miniatura, vi sobre las ramas, cubiertas de florecillas, que
se extendía una ligera bruma, ésta se fue condensando y se formó la
figura esbelta, de una mujer blanca, vaporosa, ideal; cubierta con una
ancha túnica transparente, que dejaba ver un cuerpo luminoso, era una
mujer preciosa; su espléndida cabellera tan pronto parecía formada por
hilos de plata, como por hilos de oro, era un manto encantador que
flotaba, y al flotar aquellos abundantes rizos, parecía que una lluvia
de brillantes se desprendía de aquellas hebras luminosas.
Aquella aparición encantadora no se
deshizo rápidamente, la vi el tiempo suficiente para que aquella
bellísima figura se quedase fotografiada en mi mente, y la viese tanto
de noche como de día. La he visto en mi sueño lo mismo que despierta.
¡Qué preciosa es! ¡Su rostro es tan dulce! ¡Tan risueña! No puedo
comprender de qué materia se compone su organismo, porque todo su ser se
transparenta, lleva dentro de sí una luz suavísima, bajo su epidermis
se ve una claridad que cambia de color, tan pronto las delicadas tintas
de la rosa esparcen su color de aurora, como reflejos de un pálido
celeste, aumentan la belleza de aquella encantadora aparición.
Una noche la vi en mis sueños y observé
que llevaba en su diestra muchas cintas de diversos colores; las cintas,
como si las cogieran manos invisibles, se entrelazaron y formaron unas
letras que decían Rosablanca. Me desperté, y una voz muy dulce murmuró:
Rosablanca.
Comprendí desde luego que aquel Espíritu
quería comunicarse conmigo y esperé estar en condiciones de reposo para
transmitir lo mejor posible su inspiración; así se lo hice presente, y
el Espíritu de Rosablanca ha esperado sin manifestar impaciencia: es
verdad que los ángeles no pueden impacientarse.
¡Cuánto siento no poder transmitir al
papel lo que Rosablanca me inspira! ¡Ella es toda luz! ¡Y en mí, aún hay
tanta sombra! Pero suplirá en parte mi buena voluntad. Rosablanca se
sonríe compasivamente, me mira con fijeza y habla; pero su voz es tan
dulce y tan apagada, es un murmullo tan lejano, que apenas resuena
vagamente en mis oídos.
Se apodera de mí una languidez especial,
y la pluma la dejo correr sobre el papel, ¿Correr? No es la palabra.
¿Deslizar? Tampoco es la frase puesto que escribo con gran lentitud.
Amalia; cronista de los pobres, humilde trovador de los desventurados,
todo no ha de ser relatar amarguras, también alguna flor ha de brotar
entre tantas espinas.
Yo seré esa flor, yo, que sólo vivo para
amar. ¿Te gusta mi nombre? En mi última existencia me llamé Rosablanca,
y era mi cuerpo tan delicado, como esa bella flor de vuestros jardines;
fruto de unos amores que no podían legitimar vuestras absurdas leyes,
por ser mi madre de regia estirpe y mi padre un pobre jardinero, este
último, obedeciendo las órdenes de mi madre, me colocó en un precioso
cesto de mimbre, me cubrió de flores y me dejó en los jardines del
palacio de un magnate, cuya esposa era estéril de cuerpo y de alma;
¡Pobre Eloía! Para despertar su dormido sentimiento descendí yo a la
Tierra.
Las tintas de la aurora iluminaban el
horizonte, cuando la mujer que debía ser mi madre adoptiva, después de
una noche de insomnio, se levantó febril, calenturienta, y buscando
reposo a su fatiga, recorrió los jardines que rodeaban su morada. En un
bosque encantador donde las flores más delicadas, lo mismo tapizaban la
tierra que se enlazaban a los troncos de los árboles floridos, formando
una bóveda verdaderamente encantadora, rodeando el bosquecillo de un
lago cuyos márgenes sombreaban árboles de eterno verdor, allí se refugió
Eloía huyendo de sí misma, y al dejarse caer sobre una concha de nácar,
sus ojos se fijaron en mi pequeña cuna, lanzó un grito y yo exhalé un
gemido, y aquella mujer, hasta entonces desheredada de los goces más
puros de la maternidad, que odiaba ferozmente a los niños por ser ella
un árbol sin fruto, se inclinó sobre mi cuna, apartó con impaciencia las
flores que me cubrían, y al ver mi cuerpecito, que parecía una burbuja,
un copo de blanca espuma, sintió lo que nunca había sentido; al
mirarme; le extendí los brazos, y con mi llanto y mis gemidos le dije:
¡Ámame! Ella, dominada por una emoción desconocida, me estrechó contra
su seno, y sin saber lo que hacía, lanzó gritos de asombro, de alegría.
Con alegría inmensa llamó a sus
servidores, y pronto me vi rodeada de pajes y doncellas; no faltó quien
registrara mi cuna, y en ella encontraron un pequeño pergamino en el
cual había escrito mi madre, Rosablanca. Rosablanca me pusieron en la
fuente bautismal, y Eloía no vivió más que para mí; su esposo me miró
con indiferencia, mas nunca se opuso a las demostraciones de ternura de
mi madre adoptiva.
Aquella mujer, que había odiado a los
niños, que jamás había fijado sus miradas en los mendigos, por
complacerme, por verme sonreír y disfrutar de mis tiernas caricias,
fundó un Asilo para los huérfanos y un Hospital para los ancianos, que
aún existen y se sostienen con las rentas de los bienes que Eloía dejó
para tan noble fin.
Eloía, en otras encarnaciones, había
sido mi rival, me había hecho sufrir persecuciones horribles y habíamos
sido lo que se llama enemigos implacables, por tener distintos ideales
políticos y religiosos y pertenecer a familias que se odiaban, con ese
odio de distintas razas que tantas víctimas ha causado en este planeta.
Yo, más afortunada que Eloía, trabajé
con ardor en mi progreso, porque la llama del amor inflamó mi ser, y
amando mucho, se progresa mucho, por eso al ver a mi antiguo enemigo con
la envoltura de la mujer estéril, que en aquella época era una deshonra
y motivo más que suficiente para ser arrojada del tálamo nupcial, al
verla tan desgraciada, tan egoísta, tan inclinada al mal, dije ¡Dios
mío!… quiero ir a la Tierra para comenzar una obra buena, para despertar
el sentimiento en un ser que no ha sabido más que odiar; y el éxito más
feliz coronó mis esfuerzos.
Eloía me estrechaba en sus brazos; me
colmaba de caricias, me miraba embelesada y al verme tan hermosa me
consideraba como un ser sobrenatural, mucho más cuando durante la noche
me enlazaba a su cuello y le decía: quiero que seas muy buena, quiero
cuando me vaya de la Tierra, presentarme ante Dios y decirle: he
redimido un alma, recíbeme en tu gloria: y yo decía esto dormida.
Llegué a cumplir quince años, mi hermosura era el asombro de cuantos me rodeaban.
Eloía cada día que pasaba aumentaba su
cariño hacia mí, el amor de la Tierra me ofreció sus homenajes, todos me
decían que era muy hermosa, hermosísima, pero ningún hombre atrajo mi
atención, porque yo amaba a un Espíritu, al que le debía mi progreso, y
con él conversaba en el bosquecillo de flores donde dejaron mi cuna.
Aquel era mi lugar favorito, allí veía
al amado de mi corazón, con él hablaba, con él sonreía, con él formaba
planes venturosos para el porvenir. Una tarde me fui como de costumbre a
mi lecho de flores mientras Eloía visitaba enfermos por mandato mío, me
dominó el sueño precursor de la llegada de mi amado Espíritu, el que me
dijo envolviéndome con su manto de luz:
-Se acabó tu destierro porque has
redimido un alma que necesita perderte para purificarse por medio
del dolor. ¡Ven, amada mía! Deja tu lecho de flores, que en mis brazos
otro lecho mejor encontrarás, deja en el lugar donde te apareciste, tu
hermosa envoltura, sobre ella llorará Eloía, y su llanto será el
bautismo divino que la santificará.
Ven, Rosablanca, deja tus pétalos en la
Tierra y con tu esencia embalsamarás el infinito. Al oír tan dulces
palabras sentí un placer inmenso, pero un placer mezclado de dolor,
porque el sufrimiento que mi separación iba a causar a Eloía turbaba mi
dicha celestial, mas mi trabajo estaba terminado, ni un segundo más
podía permanecer en la Tierra y sin agonía, sin fatiga, sin sufrimiento
alguno me separé de mi envoltura que la dejé en un lecho de flores.
Mi cuerpo no tuvo la menor alteración,
en mi rostro se dibujó la más dulce sonrisa, mis ojos abiertos esperaban
los besos de Eloía para cerrarse con la presión de sus labios; ésta
llegó gozosa para contarme lo bien que había empleado el tiempo, creyó
al pronto que el sueño me había rendido al ver que no salía a su
encuentro, me quiso despertar con sus caricias como de costumbre, y al
convencerse de que mi sueño era eterno, su dolor no tuvo límites y
hubiera buscado en la muerte el consuelo a su inmensa pena, si mi
Espíritu no hubiese velado por ella, si durante la noche no le hubiese
dado instrucciones y consejos para hacer menos dolorosa su triste
existencia.
Una tumba monumental guardó mis restos, y
durante muchos años, sobre el verde musgo que rodeaba mi sepultura,
brotaban flores que formando letras decían al caminante: ¡Aquí están los
restos de una Rosablanca!…
Eloía, sin hacer votos religiosos se
convirtió en hermana de la Caridad, curó leprosos y apestados, y cuando
las fuerzas le faltaban, visitaba mi tumba y allí escuchaba una voz que
le decía “Encontrarás a Rosablanca en un lecho de flores, esas flores no
quiere Rosablanca que se marchiten, riégalas con tu llanto, y cuando
vuelvas a la Tierra, Rosablanca te elegirá por madre y serán tus brazos
su lecho de flores… Le cumpliré la promesa, Eloía será mi madre cuando
podamos unirnos con esos dulces lazos con que se unen en ese mundo los
espíritus y formaremos un hogar bendito que en realidad será un lecho de
flores.
No te apesadumbre tu impotencia, Amalia;
tienes buena voluntad y con ella vas arrojando la productora semilla
que a su tiempo te ofrecerá un lecho de flores. La comunicación de
Rosablanca es para mí de inmensa valía, tienes razón, buen Espíritu;
entre tantas espinas ha brotado una flor; ¡Bendita seas Rosablanca!
¡Bendita sea tu inspiración!
AMALIA DOMINGO SOLER
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