viernes, 26 de junio de 2015

RESIGNACIÓN EN LA ADVERSIDAD

El sufrimiento es una ley de nuestro mundo. En todas las condiciones, en todas las edades,
bajo todos los climas, el hombre ha sufrido y también ha llorado. A pesar de los progresos
morales, millares de Seres se inclinan aún bajo el peso del dolor. Las clases superiores no
están exentas de males. En los Espíritus cultos, la sensibilidad más despierta y más
exquisita conduce a impresiones más vivas. El rico, como el pobre, sufre en su carne y en
su corazón. Desde todos los diversos puntos del globo, la lamentación humana sube hacia
el Espacio.
Aun en el seno de la abundancia, un sentimiento de abrumación, una vaga tristeza se
apodera a veces de las almas delicadas. Comprenden que la felicidad es irrealizable en la
Tierra y que sólo luce con fugitivos relámpagos. El Espíritu aspira a vidas y a mundos
mejores; una especie de intuición le dice que la Tierra no lo es todo. Para el hombre
alimentado por la Filosofía de los Espíritus, esa intuición vaga se cambia en certidumbre.
Sabe adónde va y conoce el porqué de sus males y la razón de ser del sufrimiento. Más allá
de las sombras y de las angustias de la Tierra, entrevé el alborear de una nueva vida.
Para pesar los bienes y los males de la existencia; para saber lo que son la felicidad y
la desdicha verdadera, hay que elevarse por encima del circulo estrecho de la vida terrena.
El conocimiento de la vida futura y de la suerte que nos espera en ella nos permite medir
las consecuencias de nuestros actos y su influencia sobre nuestro porvenir.
Considerada desde este punto de vista, la desgracia, para el ser humano, no consistirá
ya en el sufrimiento, en la pérdida de sus deudos, en las privaciones y en las miserias, no;
consistirá en todo lo que le manche, le empequeñezca o le suponga un obstáculo para su
adelanto. La desgracia, para el que sólo considera el presente, puede ser la pobreza, los
achaques o la enfermedad. Para el Espiritu desvinculado de lo Alto, será el amor al placer,
la soberbia y la vida inútil y culpable. No se puede juzgar una cosa sin ver todo lo que de
ella se deduce, y, por eso, nadie comprenderá la vida si no conoce su finalidad y sus leyes.
Los padecimientos, al purificar el alma, preparan su elevación y su felicidad, en tanto
que los goces de este mundo, las riquezas y las pasiones la debilitan y le proporcionan en
la otra vida amargas decepciones. Así pues, el que sufre en su alma y en su cuerpo, aquel a
quien la adversidad abruma, puede esperar y levantar su mirada confiada hacia eí Cielo;
paga su deuda al destino y conquista su libertad. En cambio, el que se complace en la
sensualidad forja sus propias cadenas, acumula nuevas responsabilidades que pesarán
enormemente sobre sus días futuros.
El dolor, bajo sus formas múltiples, es el remedio supremo para las imperfecciones y
para los achaques del alma. Sin él, no hay curación posible. Del mismo modo que las
enfermedades orgánicas son con frecuencia el resultado de nuestros excesos, los
padecimientos morales que nos atacan son la resultante de nuestras faltas pasadas. Tarde o
temprano, esas faltas recaen sobre nosotros, con sus consecuencias lógicas. Tal es la ley de
justicia y de equilibrio moral. Sepamos aceptar sus efectos, como aceptamos los remedios
amargos, las operaciones dolorosas, que han de devolver la salud y la agilidad a nuestro
cuerpo. Aun cuando las tristezas, las humillaciones y la ruina nos abrumen, soportémolas
con paciencia. El labrador desgarra el seno de la tierra para hacer brotar de ella la mies
dorada. Así, de nuestra alma desgarrada surgirá una abundante cosecha moral.
La acción del dolor separa de nosotros lo que es impuro y malo: los apetitos
groseros, los vicios, los deseos, todo lo que viene de la tierra debe volver a la tierra. La
adversidad es la gran escuela, el campo fértil de las transformaciones. Gracias a sus
enseñanzas, las pasiones malas se truecan poco a poco en pasiones generosas, en amor al
bien. Nada se pierde. Pero esa transformación es lenta y difícil. El sufrimiento, la lucha
constante contra el mal, el sacrificio propio únicamente pueden realizarla. Con ellos, el
alma adquiere la experiencia y la sabiduría. El fruto verde y ácido que esta alma era se
cambia, bajo las ondas generadoras del padecimiento, bajo los rayos del sol divino, en un
fruto dulce, perfumadas y maduras para los mundos superiores.
Sólo la ignorancia de las leyes universales nos hace aceptar nuestros males con
disgusto. Si comprendiésemos cuán necesarios son estos males para nuestro adelanto, si
supiésemos saborear su amargura no nos parecerían una pesada carga. Todos odiamos el
dolor, y sólo comprendemos su utilidad después que hemos abandonado el mundo donde
el dolor ejerce su imperio. Su obra es fecunda, sin embargo. Hace fructificar en nosotros
tesoros de piedad, de ternura y de afecto. Los que nunca lo conocieron valen poco. Apenas
queda desbrozada la superficie de sus almas. Nada es profundo en ellos: ni el sentimiento
ni la razón. Como no soportaron el sufrimiento, permanecen indiferentes e insensibles al
de los demás.
En nuestra ceguera, maldecimos nuestras existencias oscuras, monótonas y
dolorosas; pero cuando levantamos nuestras miradas por encima de los horizontes
limitados de la Tierra; cuando hemos discernido el verdadero motivo de la vida,
comprendemos que esas vidas son preciosas e indispensables para dominar a los Espíritus
soberbios, para someternos a esa disciplina moral, sin la cuál no hay progreso alguno.
Libres en nuestras acciones y exentos de males y de preocupaciones, nos dejaríamos
llevar de los arrebatos de nuestras pasiones y por los impulsos de nuestro carácter. Lejos
de trabajar en nuestro mejoramiento, no haríamos más que añadir nuevas faltas a nuestras
faltas pasadas, en tanto que, comprimidos por el sufrimiento en existencias humildes, nos
acostumbramos a la paciencia y a la reflexión, nos proporcionamos esa única calma de
pensamiento que nos permite oír la voz de lo alto, la voz de la razón.
En el crisol del dolor es donde se forman las almas grandes. A veces, ante nuestros
ojos, unos ángeles de bondad vienen a vaciar el cáliz de amargura, con el fin de dar el
ejemplo a aquellos a quienes exalta el tormento de las pasiones. El sufrimiento es la
reparación necesaria, aceptada con conocimiento de causa por muchos de nosotros
. Queesta idea nos inspire en los momentos de desfallecimiento; que el espectáculo de los malessoportados con una resignación conmovedora nos dé fuerza para permanecer fieles a
nuestros propios compromisos, a las resoluciones viriles adoptadas antes del regreso a la
carne.
La fe nueva ha resuelto el problema de la purificación por el dolor. La voz de los
Espíritus nos alienta en las horas difíciles. Los mismos que soportaron todas las agonías de
la existencia terrestre nos dicen hoy:
“He sufrido, y sólo he sido feliz con mis sufrimientos. He rescatado muchos años
de lujo y de malicia. El sufrimiento me ha enseñado a pensar y a orar; en medio de las
embriagueces del placer, jamás la reflexión saludable había penetrado en mi alma,
nunca la oración había rozado mis labios. ¡Benditos sean mis padecimientos, puesto
que por fin me han abierto el camino que conduce a la sabiduría y a la verdad!”
(Comunicación mediúmnnica recibida por el autor.)
¡He aquí la obra del sufrimiento! ¿No es la más grande de todas cuantas se realizan
en la humanidad? Se prosigue en silencio y en secreto, pero sus resultados son
incalculables. Apartando al alma de todo cuanto es bajo, material y transitorio, ésta se
eleva y se orienta hacia el porvenir y hacia los mundos superiores. Le habla de Dios y de
las leyes eternas. Ciertamente, es hermoso tener un final glorioso muriendo joven al
combatir por el propio país. La historia registra el nombre de los héroes, y las generaciones
rinden a su memoria un justo tributo de admiración; pero una larga vida de sufrimientos, de dolores pacientemente soportados es aún más fecunda para el adelanto del Espíritu. La historia no hablará de ello, sin duda. Todas estas vidas oscuras y mudas, vidas de lucha silenciosa y de recogimiento, caen en el olvido; pero quienes las realizaron encontraron en
la luz espiritual su recompensa. Sólo el dolor ablanda nuestro corazón y aviva el fuego de
nuestra alma. Es como tijeras que le dan sus proporciones armónicas, afinan sus contornos
y le hacen resplandecer en su más perfecta belleza. Una obra de sacrificio, lenta y continua, produce mejores efectos que un acto sublime aislado.
Consolaos, pues, todos vosotros, ignorados que sufrís en la sombra males crueles; y vosotros, a quienes se desprecia por vuestra ignorancia y por vuestras facultades restringidas. Sabed que entre vosotros se encuentran grandes Espíritus que quisieron renacer ignorantes para humillarse abandonando por algún tiempo sus brillantes facultades, sus aptitudes y su talento. Muchas inteligencias son veladas por la expiación; pero, en el momento de la muerte, caen esos velos, y aquellos a quienes se desdeñaba por su poco saber, eclipsan a los soberbios que les rechazaban. No hay que despreciar a nadie. Bajo humildes y mezquinas apariencias, y aun en los idiotas y en los locos, grandes Espíritus ocultos en la carne expian un pasado temible.
¡Oh, vidas humildes y dolorosas, empapadas en lágrimas y santificadas por el deber; vidas de luchas y de renunciamientos; existencias de sacrificio por la familia, por los débiles y los humildes; altruismos desconocidos, abnegaciones ignoradas, más meritorios que los sacrificios célebres!... Os halláis en los escalones que conducen al alma a la felicidad... A vosotras, a los obstáculos, a las humillaciones de que sois objeto es a quienes se debe su pureza, su fuerza y su grandeza. Sólo vosotras, en efecto, en las angustias de cada día, en las inmolaciones impuestas, ponéis de manifiesto la paciencia, la resolución, la constancia y toda la sublimidad de la virtud, y ésta os dotará de la aureola espléndida prometida en el Espacio para las frentes de aquellos que sufrieron, lucharon vencieron.

Si existe una prueba cruel, es la pérdida de los seres amados, cuando, uno tras otro, se les ve desaparecer, arrebatados por la muerte, y la soledad se forma poco a poco a nuestro alrededor, plena de silencio y de oscuridad.
Estas huidas sucesivas de todos los que nos fueron queridos son otras tantas advertencias solemnes; nos arrancan a nuestro egoísmo; nos ponen de manifiesto la puerilidad de nuestras preocupaciones materiales y de nuestras ambiciones terrenas, y nos invitan a que nos preparemos para emprender el gran viaje.
La pérdida de una madre es irreparable. ¡ Qué vacio se forma a nuestro alrededor cuando esta amiga, la mejor, la más antigua y la más segura de todas, desciende a la tumba! ¡Que los ojos que nos contemplaron con amor se cierren para siempre! ¡ Que los labios que se posaron tantas veces sobre nuestras frentes se enfríen!... El amor de una madre, ¿no es lo más puro y desinteresado .que hay? ¿No es como un reflejo de la bondad de Dios?
La muerte de nuestros hijos constituye también un venero de amargas tristezas. Un padre o una madre no podrían ver la desaparición del objeto de su cariño sin experimentar un desgarramiento. En esas horas desoladas es cuando la Filosofía de los Espíritus nos presta un gran socorro. A nuestros pesares, a nuestro dolor al ver truncadas tan pronto unas existencias llenas de promesas, responde diciendo que una muerte prematura constituye con frecuencia un bien para el Espíritu que se va y se encuentra emancipado de los peligros y de las seducciones de la Tierra. Esta vida tan corta para nosotros inexplicable misterio tenía su razón de ser. El alma confiada a nuestros cuidados y a nuestras ternuras venia para completar lo que había tenido de insuficiente para ella una encarnación precedente.
Sólo vemos las cosas desde el punto de vista humano, y a eso se deben nuestros errores. La estancia de esos niños en la Tierra nos hubiera sido útil. Habría hecho nacer en nuestro corazón las santas emociones de la paternidad, sentimientos delicados hasta entonces desconocidos para nosotros que enternecen y hacen mejor al hombre. Habría formado, de
nosotros a ellos, lazos lo suficientemente poderosos para que nos uniesen a ese Mundo
Invisible que nos reunirá a todos. Porque en eso estriba la hermosura de la Doctrina de los
Espíritus. Con ella esos seres no quedan perdidos para nosotros. Nos abandonan por un
instante, si bien estamos destinados a reunirnos con ellos.
¿Qué digo? Nuestra separación no es mas que aparente. Esas almas, esos niños, esa madre bienamada están a nuestro lado. Sus fluidos y sus pensamientos nos envuelven: su amor nos protege. Podemos, incluso, algunas veces, comunicar con ellos y recibir sus estímulos y sus consejos. Su afecto hacia nosotros no se ha desvanecido. La muerte le ha hecho más profundo y más esclarecido. Nos exhortan a apartar lejos de nosotros esa vana tristeza, esos pesares estériles cuyo espectáculo les hace desgraciados. Nos suplican que trabajemos con valor y perseverancia en nuestro mejoramiento, a fin de que volvamos a encontrarlos y nos reunamos con ellos en la vida espiritual.

Luchar contra la adversidad es un deber; abandonarse, dejarse llevar por la pereza, sufrir sin reaccionar ante los males de la vida sería una cobardía. Las dificultades que hemos de vencer ejercitan y desarrollan nuestra inteligencia. Sin embargo, cuando nuestros esfuerzos son superfluos, cuando se interpone en nuestro camino lo inevitable, ha llegado la hora de invocar a la resignación. Ningún poder lograría apartar de nosotros las consecuencias del pasado. Sublevarse contra la ley moral sería tan insensato como pretender resistir a las leyes de la distancia y de la pesantez. Un loco puede tratar de luchar contra la naturaleza inmutable de las cosas, en tanto que el Espíritu sensato encuentra en el padecimiento un medio de reconfortarse y de fortificar sus cualidades viriles. El alma intrépida acepta los males del destino; pero, con el pensamiento, se eleva por encima de ellos y hace de los mismos un pedestal para alcanzar la virtud.
Las aflicciones más crueles y más profundas, cuando son aceptadas con la sumisión que supone el consentimiento de la razón y del corazón, indican generalmente el término de nuestros males, el pago de la última fracción de nuestra deuda. Es el instante definitivo en que importa permanecer firme, invocar a toda nuestra resolución y a nuestra energía moral, con el fin de salir victoriosos de la prueba y recoger sus frutos.
Frecuentemente, en las horas difíciles, la idea de la muerte acude a visitarnos. Nos es comprensible solicitar la muerte, pero no es verdaderamente deseable, sino después de haber triunfado de todas nuestras pasiones. ¿Para qué desear la muerte si, no estando curados de nuestros vicios, necesitaríamos aún de purificarnos con penosas reencarnaciones? Nuestras faltas son como la túnica del centauro pegada a nuestro Ser, y
de la que sólo el arrepentimiento y la expiación nos pueden librar.
El dolor reina siempre como soberano en el mundo y, sin embargo, un examen atento nos demostraría con cuánta sabiduría y con qué previsión la voluntad divina ha graduado sus efectos. De etapa en etapa, la Naturaleza se encamina hacia un orden de cosas menos feroz, menos violento. En las primeras edades de nuestro planeta, el dolor constituía la única escuela y el único acicate para los seres. Pero, poco a poco, el sufrimiento se atenúa:
los males espantosos, la peste, la lepra y el hambre, permanentes en otro tiempo, casi han desaparecido. El hombre ha dominado a los elementos, ha aproximado las distancias y ha conquistado la Tierra. La esclavitud ya no existe. Todo evoluciona y progresa. Lenta, pero seguramente, a pesar de los retrocesos inherentes a la libertad, la humanidad se mejora.
Tengamos confianza en la Potencia directora del Universo. Nuestro Espíritu limitado no sabría juzgar el conjunto de su medios. Sólo Dios posee la noción exacta de esta ritmada cadencia, de esta alternativa necesaria de la vida y de la muerte, de la noche y del día, del placer y del dolor, de donde se desprenden finalmente la felicidad y la elevación de los Seres. Dejémosle, pues, el cuidado de fijar la hora de nuestra partida, y esperémosla sin desearla ni temerla.
Por fin, queda recorrido el camino de los sufrimientos; el justo comprende que el término
está próximo. Las cosas de la Tierra palidecen cada vez más ante sus ojos. El sol le parece
empañado, las flores incoloras y el camino más pedregoso. Pleno de confianza, ve aproximarse la muerte. ¿No será la calma tras la tempestad, el puerto después de una travesía tormentosa?
¡Qué grande es el espectáculo ofrecido por el alma resignada apresurándose a abandonar la Tierra, después de una vida dolorosa! Dirige una última mirada hacia su pasado; vuelve a ver, en una especie de penumbra, los desprecios padecidos, las lágrimas
contenidas, los gemidos ahogados, los sufrimientos soportados brevemente. Siente soltarse
con suavidad las trabas que le encadenaban a este mundo. Va a abandonar su cuerpo de
barro, va a dejar muy lejos de si todas las servidumbres materiales. ¿Qué podría temer?
¿No ha probado su abnegación, no ha sacrificado sus intereses a la verdad y al deber? ¿No
ha bebido hasta la hez el cáliz purificador?
Ve también lo que le espera. Las imágenes fluidicas de sus actos de sacrificio y de renunciamiento, sus pensamientos generosos le han colocado jalones brillantes que señalan
el camino de su ascensión. Tales son los tesoros de su vida nueva.
Distingue todo esto, y su mirada se levanta más aún hacia lo Alto, hacia la Altura que sólo se escala con la luz en la frente y el amor y la fe en el corazón.
Ante este espectáculo, un júbilo celestial le penetra; casi lamenta no haber sufrido bastante. Una última oración, como un grito de alegría, brota de las profundidades de su Ser y sube hacia su Padre, hacia su Dueño bienamado. Los ecos del Espacio repiten ese grito de liberación, al cual se juntan los acentos de los Espíritus felices que se aglomeran en multitud para recibirle.

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