“No juzguéis, para que no seáis
juzgados. Porque seréis juzgados según el modo como hayáis juzgado a los otros;
y se empleará para con vosotros la misma medida que halláis empleado para con
ellos.” (San Mateo, 7:1
y 2.)
LA INDULGENCIA
(ESE. Cap X, ítem 17)
Sed indulgentes para con las faltas
del prójimo, cualesquiera que sean. Sólo juzgad con seriedad vuestras propias
acciones, y el Señor empleará la indulgencia para con vosotros, así como
vosotros la habéis empleado para con los demás.
Sostened a los fuertes y animadlos a
la perseverancia. Fortaleced a los débiles y enseñadles la bondad de Dios, que toma
en cuenta hasta el menor arrepentimiento. Mostrad a todos, el ángel de la
penitencia, que extiende sus blancas alas sobre las faltas de los humanos, y
las oculta de ese modo ante aquel que no puede tolerar lo que es impuro.
Comprended la misericordia infinita de vuestro Padre, y no os olvidéis jamás de
decirle con vuestro pensamiento, y sobre todo con vuestros actos: “Perdona
nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.
Comprended el valor de esas sublimes palabras, pues no sólo la letra es
admirable, sino también la enseñanza que encierra.
¿Qué solicitáis al Señor cuando le
imploráis que os perdone? ¿Es sólo el olvido de vuestras ofensas? Ese olvido os
dejaría en la nada, porque si Dios se contentase con olvidar vuestras faltas,
Él no castigaría, pero tampoco recompensaría. La recompensa no puede ser
el precio del bien que no se ha hecho, y menos aún el del mal que se ha
causado, aunque ese mal haya sido olvidado. Al pedir a Dios perdón para
vuestras transgresiones, le pedís el favor de su gracia para que no volváis a
caer, así como la fuerza necesaria para entrar en un camino nuevo, el de la
sumisión y el del amor, en el que al arrepentimiento podréis añadir la
reparación. Cuando perdonéis a vuestros hermanos, no os contentéis con correr
el velo del olvido sobre sus faltas, pues ese velo suele ser muy transparente a
vuestra mirada.
Cuando los perdonéis, ofrecedles al
mismo tiempo vuestro amor; haced por ellos lo que quisierais que el Padre
celestial hiciera por vosotros. Reemplazad la cólera que mancha por el amor que
purifica. Predicad con el ejemplo esa caridad activa, infatigable, que Jesús os
ha enseñado. Predicadla como Él mismo lo hizo durante todo el tiempo que vivió
en la Tierra, visible a los ojos del cuerpo, y como la predica también sin
cesar desde que sólo es visible a los ojos del espíritu. Seguid ese divino
modelo; no os apartéis de sus huellas; ellas os conducirán al refugio donde
encontraréis el reposo después de la lucha. Cargad vuestra cruz, como Él lo
hizo, y subid penosamente, pero con valor, vuestro calvario, pues en su cima
está la glorificación. (Juan, obispo de Burdeos, 1862.)
Indulgencia (Emmanuel)
El Señor te ha dado:
La cuna en que naciste,
El aire para respirar.
La casa que te bendice.
El sol que
ilumina.
El cuerpo donde
estas.
La etapa del equilibrado,
La escuela que te
ayuda.
La lección que
te da la bienvenida.
El amigo que te
apoya.
El pan que te da de comer
La fuente que
calma.
La acción que renueva.
La fe que te
sostiene.
El cariño que
te nutre.
La flor que sirve
de consuelo.
La estrella que te inspira.
La idea y el
sentimiento.
La bondad y la alegría.
El trabajo y el hogar.
La oración y la esperanza...
La Indulgencia ante el Eterno,
Un cielo que te acompaña,
Sé también complaciente,
Y utiliza la misericordia,
Para que la Paz Divina
permanezca contigo,
En forma de Luz,
Para protegerte hoy y siempre.
Aunque todo hoy
en día en la tierra te parezca
sombra y derrota, prisión y desaliento, levanta tu corazón a Dios en forma de oración y ruégale a Él, fuerza y confianza
para hacer la luz donde la
oscuridad y la desesperación reine, porque si ayer era
el momento de nuestra muerte,
ahora es el día de nuestra feliz
resurrección
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