Conocíamos en Madrid a una excelente mujer, que estaba de portera en una gran casa,
siendo una de esas mujeres del pueblo, llena de sentimiento y de amor a la humanidad.
Donde había un enfermo que velar, allí estaba ella, donde había un gran apuro
producido por la miseria, ella era la primera que acudía y arbitraba recursos, pidiendo a éste, suplicando a aquél, convirtiéndose en un verdadero agente providencial. Casada y sin hijos, todos los desgraciados eran hijos suyos, pudiendo de ella decirse con sobradísima razón lo que decía el Padre Germán: que la mujer siempre es madre.
Durante algún tiempo vivimos en la casa que ella guardaba, y tuvimos ocasión de admirar los bellísimos sentimientos de aquel ser de aspecto vulgar, pero que cuando hablaba nos encantaba, porque se expresaba con tan noble ardimiento, defendía con tanto calor a los pobres, y tomaba una parte tan activa en los dolores de sus vecinos, llorando con la viuda desolada, gimiendo con el niño huérfano, compartiendo su escaso pan con el obrero sin trabajo, que adquirió un renombre honorísimo entre sus conocidos, pues nadie la nombraba Ramona, sino la buena Ramona.
Su marido decía que se había casado con una hermana de la Caridad, reconocía la gran superioridad moral que sobre él tenía su mujer, y la miraba con cierto respeto, impropio en un hombre del pueblo.
Ramona no sabía leer, pero le gustaba mucho escuchar la lectura de un buen libro, y muchas noches, cuando cerraba la puerta subía a nuestro cuarto para oírnos leer un rato, gustándole en extremo las obras de Kardec y de Flammarion.
El último año que vivimos en su casa, nos dio una amiga nuestra cien reales para que los diéramos por la Nochebuena a una familia verdaderamente pobre, y corno Ramona conocía a todos los desgraciados del barrio, la llamamos y tuvimos con ella el siguiente diálogo:
-Ramona, va usted a oír una buena noticia. Disponemos de cinco duros para dárselos a una familia muy pobre, hoy por la noche, pues han de ser entregados en la misma Nochebuena, y queremos que usted nos indique un pobre realmente necesitado.
-No tenemos que ir muy lejos, contestó ella con cierta tristeza. Sobre este mismo cuarto está la buhardilla número 2, donde se están muriendo poco a poco un matrimonio y sus dos hijos. El padre es ciego, la mujer está tullida, la hija está tísica en el último grado, y su hermano, albañil, en camino de ello, y como le ven tan enclenque, los maestros de obra no le quieren dar trabajo, y pasan los infelices lo que no es para contarlo. ¡Ay! Si las paredes de esa buhardilla pudiesen hablar, crea usted que habría asunto para escribir muchas historias, y con las lágrimas que se han derramado dentro de esa habitación, habría para formar un arroyo. Créalo usted, siempre que la alquilo se me oprime el corazón. Y Ramona comenzó a llorar con profundo sentimiento.
-¿Qué tiene usted? ¿Le sucede algo desagradable?
-No, señora, sucederme no; sino que cuando llega la Nochebuena, me acuerdo de una desgracia que sucedió en esa buhardilla, desgracia que nunca olvido, pero, en fin, que la recuerdo más el día de hoy, y si no fuera porque tengo que estar entre la gente, crea usted que lloraría sin descanso. ¡Ah, señora! ¡Y cuántas penas hay en el mundo!
-¿Y qué historia es esa? Cuénteme usted...
-Es muy larga de contar, ya se la contaré otro día.
-Esta noche suba usted cuando cierre la puerta, y ya que hoy es el aniversario...
-Sí, sí; y crea usted que me alegro, porque desde que pasó aquello, que hoy hace cuatro años, ninguna Nochebuena me divierto. Mi marido se incomoda, pero yo no lo puedo ¿ remediar. Cuando oigo cantar y reír, me parece que veo a Feliciano, y me da una angustia...
Nada, lo dicho, mi marido se irá a casa de su hermana, y yo me vendré con usted y le contaré
esa historia, y estaré mucho más contenta que entre el barullo que tanto me entristece.
Aquella noche subimos a la buhardilla, y entregamos a la pobre tullida los cinco duros que nos había dado nuestra amiga, impresionándonos penosamente el tristísimo cuadro que presentaba aquel aposento, donde cuatro seres se morían poco apoco, como decía Ramona.
Ésta subió temprano muy contenta y muy agradecida de su marido, que le dijo:
-Vete, vete arriba, que ésta es muy mala noche pata ti.
La hicimos sentar, junto a nosotras y le dijimos: vamos, comience usted esa historiaque ha despertado poderosamente nuestra curiosidad.
-Verá usted, hace cinco años que, estando yo en la portería, vi llegar a una joven vestida de negro, con un traje y una mantilla que ni un trapero los hubiera querido, dando la mano a un niño de cinco años, que era un retrato de su madre. Los dos eran muy blancos, con unos ojos tan tristes... que daba pena mirarlos, ¡Y tan delgaditos! ¡Tan pálidos!... Ella me preguntó si había alguna buhardilla para alquilar, y al oírla me sentí tan conmovida, y me dieron unos deseos de abrazarla, que tuve que contenerme para no hacer una tontería. En fin, para abreviar, le diré que alquiló la buhardilla número 2; y yo, como si hubiese sido mi hija, me tomé un interés por ella tan grande, y por el niño, que mi marido solía decirme: "Si Teresa fuera hombre tendría celos". Yo no tenía más placer ni más agrado que estar con Teresa cuantos ratos podía. Al niño le llamaba yo mi Feliciano, y el pobrecito me decía abuela. Teresa no conocía a nadie, la pobre acababa de llegar de Sevilla, según me dijo, y yo le proporcioné trabajo, pues bordaba divinamente. Yo iba a la tienda, le hacía la compra, en fin, yo me desvivía por ella, y Teresa me decía:
-Usted es mi madre, no he conocido a la mía, y la suerte me protege, compadeciéndose usted de mi desgracia. ¡Gracias por su cariño solícito, buena Ramona!
-¿Y era viuda, o mal casada o víctima de algún engaño...?
-Ya verá usted, yo también tenía esa misma curiosidad; porque Teresa era muy reservada, y nunca me hablaba de su vida pasada. Yo conocía que era persona muy fina, muy prudente, incapaz de abusar de nadie. La infeliz no comía, por no deber. Siempre estaba muy triste, miraba a su hijo con una pena... De noche en particular, cuando lo acostaba, al besarle lloraba en silencio, y le decía:
-¡Reza por tu abuelito, hijo mío!
Una noche, Feliciano jugaba conmigo, y Teresa a la hora de costumbre hizo que el niño se acostara, diciéndole como siempre:
-¡Reza por tu abuelito, hijo mío! Rezó el niño, y de pronto, incorporándose en el jergoncito que le servía de cama, exclamó:
-Mamá ¿Sabes que estoy pensando? -¿Qué, hijo mío?
-Que nunca me dices que rece por mi padre, nada más que por mi abuelito.
-¡Hijo mío! Las víctimas no necesitan oraciones; dijo Teresa con voz ahogada.
-¿Y mi padre es una víctima? ¿De quién?
-Calla, hijo mío, calla dijo Teresa en tono suplicante reza por tu abuelito, y pide al cielo que te dé un buen sueño.
Feliciano se durmió, y yo no hacía más que mirar a Teresa. Ésta leyó en mi pensamiento, y doblando un pañuelo que estaba bordando me miró sonriéndose, y me dijo:
-¡Pobre Ramona! Usted me mira con dolorosa curiosidad, conoce que soy muy desgraciada, y desea saber algo de mi historia. Le debo a usted mucho, y justo es que pague con mi confianza el verdadero cariño que he encontrado en usted. Hace algunos días que pensaba hablarle, porque se acerca un día fatal para mí, y por si acaso me sucede una desgracia, que sepa usted a quien ha amparado.
Feliciano dio media vuelta, y Teresa se levantó para ver si dormía, y lo besó exclamando:
¡Pobrecillo mío! Y volvió a sentarse enfrente de mí, diciendo en tono solemne: usted es
la única persona que por mis labios sabrá mi historia. Cuando nací murió mi madre, y a los pocos meses se casó mi padre en segundas nupcias con una mujer de ruines sentimientos, que se complacía en atormentarme todo el tiempo que viví a su lado. Mi padre de gran posición social muy metido siempre en política, estaba en guerra continua con la familia de un noble, cuyo primogénito me quiso desde niño, y yo a él, hasta el punto que, a pesar de toda la oposición de su familia y de la mía, la ley nos amparó y me sacaron de casa de mi padre la víspera de Navidad por la noche. Mi padre trató de comprimir su ira pero al marcharme me dijo al oído: "¡Acuérdate siempre de la Nochebuena!"
Yo temblé al oír aquella amenaza, porque sabía que mi padre era un enemigo terrible, pero nunca hablé una palabra de ello a mi esposo para no despertar más odios.
Estuve depositada un mes en casa del juez, y luego me casé con el amado de mi alma.
Once meses viví en un paraíso, pero ni un día dejaba de acordarme de la amenaza paterna.
Llegó el día de Nochebuena, y traté de retener a mi marido en casa todo el día. ¡Tenía
tanto miedo de separarme de él!... que al fin conoció que me pasaba algo, y tanto me preguntó,
que le confesé mis temores.
Él se rió, y me dijo que era una tonta, que no tenía confianza en la vida, me animó con sus caricias, y al fin me hizo salir con el por la noche para comprar mis dulces favoritos, y cuando volvíamos, haciendo planes para el porvenir, hablando de nuestro hijo, pues yo estaba próximo a dar a luz, llegamos delante de la catedral, y como el corazón nunca engaña, dije a mi esposo:
-Demos la vuelta, no quiero pasar por ahí, que es muy solitario, este sitio. ¡No seas niña!
Me dijo él ¡Qué ganas de dar un rodeo cuando estamos tan cerca de casa!... Y a pesar mío me
hizo pasar por aquel paraje sombrío. No habíamos dado cincuenta pasos, cuando sentí que mi
marido se caía diciendo: -¡Ay, Teresa mía! ¡Soy muerto!...Y en el mismo instante una mano de
hierro ciñó mi brazo... y oí la voz de mi padre que me dijo:
"¡Acuérdate de la Nochebuena! ¡Hoy tu marido! ¡Mañana tu hijo!" ¿Qué pasó por mí?
...No lo sé, perdí el sentido, y cuando recobré la memoria me encontré en mi lecho rodeada de
personas extrañas, reconocí a mi doncella que tenía un niño entre sus brazos, mil ideas
confusas torturaban mi cerebro, instintivamente extendí los brazos, y mi doncella me entregó a
mi hijo, que era el niño que tenía contra su pecho. Renuncio a contarle mi dolor, cuando
recordé claramente todo lo ocurrido y más aún, cuando vinieron a pedirme declaraciones a ver
si yo había reconocido al asesino, que la justicia no había podido encontrar.
Dije que no había visto a nadie. La primera vez que salí de casa fue para ir al cementerio
a rezar en la tumba de mi marido. Allí me pasó una cosa muy extraña: iba yo sola, me senté
sobre un sepulcro cercano al de mi esposo, sentí un frío intenso, después me pareció que
soñaba despierta, y vi a mi marido que levantándose de su sepultura, se acercó a mí y me dijo:
"No reces por mí, reza por tu padre y enseña a rezar a nuestro hijo por el que le ha dejado huérfano en el mundo. Los verdugos necesitan plegarias, las víctimas quedan purificadas.
Ruega siempre por tu padre, Teresa, que tu misión en la Tierra es obtener su arrepentimiento".
Experimenté una violenta sacudida, y vi junto a mí al guardián del cementerio, que me
preguntaba:
-¿Está usted enferma, señora?
Desde entonces todos los días rezo por mi padre, y como usted ha visto, enseño a rezar a mi hijo, y le hago besar el retrato de su abuelo, que conservo, siguiendo fielmente las instrucciones de mi marido, con el que sigo hablando con frecuencia.
-¡Que habla usted con el muerto! Le dije.
-Sí, con su Espíritu, que se comunica conmigo. Y entonces me contó lo que es el Espiritismo; por eso me gusta tanto oír leer las obras de Kardec, porque Teresa las tenía y me leyó algunas de ellas.
-¿Y qué más le dijo?
-Que la pobre, odiada por su padre y por la familia de su esposo, se encontró sola con su hijo. Fue vendiendo cuanto tenía, se puso a bordary agotó su vida trabajando sin dejar lugar al descanso, siempre con el miedo de la Nochebuena; pues, por más que el Espíritu de su marido
le decía que se tranquilizase, ella siempre temblaba por la vida de su hijo, hasta el punto de que
resolvió trasladarse a Madrid, huyendo de su padre, al que nunca había vuelto a ver. Con mil apuros reunió dinero para el viaje, y yo fui la primera persona, con quien ella habló al llegar a la Corte.
Ya pronto llega la Nochebuena (me dijo por último) y tengo un miedo horrible, por más que mi marido me dice que mi padre está arrepentido, que es muy desgraciado, que desea pedirme perdón, y sobre todo que Feliciano ruegue por su abuelo, porque sus oraciones atraen al asesino al arrepentimiento y al bien. Pero yo he sufrido tanto, Ramona de mi alma, tengo tan gastadas las fuerzas de mi vida, que si yo llegase a ver a mi padre, la impresión creo que me mataría, y yo no quiero dejar a mi hijo. ¡Pobrecito mío!
Desde aquella noche, Teresa y yo hablábamos siempre de lo mismo y sin saber porqué, yo le decía a Feliciano:
-Mira, va a venir tu abuelito, y te traerá muchas cosas.
¿Vendrá por Nochebuena? (decía Feliciano) Voy a rezar mucho por él para que venga pronto y me traiga muchos caballos.
Teresa, al oír esto, se estremecía, me miraba, y yo trataba de animarla, pero veía que Teresa iba acabándose por momentos, y yo me acababa con ella, pues lo que sufrí entonces no es para ser dicho.
Llegó el día de Nochebuena y Teresa no se pudo levantar. Feliciano, el pobrecito, abrazado a su madre, le decía:
¡Mamá, levántate, que viéndote acostada me pongo muy triste!. Pero Teresa había llegado a los últimos momentos.
Llegó la noche, y la infeliz, aunque hacía esfuerzos para hablar a su hijo y hacerme varios encargos, se quedó como muerta. De pronto, se incorporó, señaló a la puerta, y me dijo con voz aterrada:
- ¡Mi padre! ¡Mi padre sube!...
-¡El abuelito! Gritó Feliciano con alborozo, y corriendo abrió la puerta, y salió a la
escalera, gritando ¡Abuelito! ¡Abuelito! ¡Abuelito!...
Al oír los gritos del niño, Teresa experimentó una violentísima sacudida, y toda la cara se
le iluminó, parecía que circundaba su cabeza una aureola de santidad. Ella y yo mirábamos a la
puerta, por la cual no tardó en aparecer Feliciano, que tiraba del brazo de un señor viejo,
gritando:
-¡Mamá, mamá! ¡Levántate, que está aquí el abuelito! Pero Teresa no pudo levantarse, porque al ver a su padre se quedó muerta. Éste se abrazó a ella, y Feliciano, no comprendiendo que había perdido a su madre, la juzgaba tranquilamente dormida.
-¡Abuelito! Exclamaba, déjala dormir, tendrá sueño, y está enferma. ¿Por qué has tardado tanto en venir? Ya me cansaba de llamarte con mis oraciones, pero mamá siempre me decía:
¡Reza por el abuelito, reza por el abuelito!
Al oír las palabras del niño, el padre de Teresa cogió a su nieto y lo apretó contra su corazón. ¡Qué cuadro aquel, qué cuadro! Crea usted que nunca lo olvidaré.
Teresa parecía que despedía luz, y su padre y el niño abrazados a ella formaban un
grupo... que ahora parece que lo veo.
¡Qué Nochebuena tuvimos tan mala! Cuando Feliciano comprendió que no se despertaba su mamá, ¡Pobrecito! Partía el corazón al escucharle, pues tenía un entendimiento aquella criatura, que asombraba, y casi me daba más lástima todavía el padre. Como sabía yo toda la historia, conocía muy bien el tormento de aquel hombre, que estaba como aterrado.
Le hizo un entierro a su hija, que no quedó en Madrid un solo cura que no fuera. Se enteró de cómo había vivido, y cada vez que yo le decía:
-La señora se conoce que le quería a usted mucho, replicaba él: -¡Mi hija ha sido una santa!
-¿Y el viejo fue al entierro de Teresa?
-Sí, señora, y no se separó de ella hasta verla enterrar. Cuando salimos del cementerio
y le di el último beso a Feliciano, parecía que me arrancaban la vida.
-¿Y el niño? ¡Pobrecito! Él me decía:
"No llores, tonta, ¡No ves que me voy con el abuelito, que me comprará muchos caballos!"
-¿Y no ha vuelto usted a saber de él?
-No, señora, pero crea usted que Teresa y su hijo viven en mi memoria, y para mí es una noche muy mala, la Nochebuena.
¡Qué lucha sostuvo aquella débil mujer! Sola, enferma y pobre, adorando la memoria de su marido, temblando ante el recuerdo terrible de su padre y despertando en su hijo el más vivo cariño para el ser criminal que le había dejado huérfano... ¡Sólo la comunicación con el Espíritu de su marido era lo que le daba aliento!
¡Cuán necesaria es la comunicación espiritual! Ella despierta el sentimiento, nos induce a perdonar al que nos hiere y nos hace devolver bien por mal. El Espiritismo les viene a recordar a los hombres, la única ley eterna: ¡El amor!
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