Mc 6:41 El, tomando los cinco panes y los dos peces, alzando los ojos
al cielo, bendijo y partió los panes y se los entregó a los discípulos para que
se los sirvieran, y los dos peces los repartió entre todos.
Mc 6: 46 Después de haberlos despedido, se fue a un monte a orar
Cuando Jesús se hacía acompañar por la multitud, en la mañana
rutilante, reflexionaba consigo mismo:
Había enseñado las lecciones básicas del Reino de Dios a los
hijos de Galilea, que lo seguían en aquel instante divino… ¡Todos estaban ahora
enterados del amor que debía explayarse sobre las nociones de la ley antigua!
¿Qué no podría Él hacer de aquellos hombres y mujeres bien informados? Podría,
en fin, extenderse en más amplias consideraciones, relativas al camino de retorno
de la criatura a los brazos del Padre. Dilataría los esclarecimientos del amor
universal, conduciría el alma del pueblo hacia la comprensión suprema.
Descifraría para los hijos de los hombres los enigmas dolorosos que afligen el
corazón. Para ello, no obstante, era indispensable que comprendiesen y amasen
el espíritu… ¡Cuántas pequeñas luchas en vano! ¡Cuántos disgustos innecesarios!
La multitud, a veces, asumía actitudes extrañas y contradictorias.
Frente a los prepósitos de Tiberio que la visitaban, aplaudía
delirantemente; sin embargo, cuando se alejaban los emisarios del César, manchaba
los labios con palabras torpes y gastaba tiempo en la sembradura de odios y
divergencias sin fin… Si aparecía algún enviado del Sinedrio, en las ciudades
que orillaban el lago, alababa el pueblo la ley antigua y abrazaba al mensajero
de las autoridades de Jerusalén. Bastaba, sin embargo, que el visitante
volviese la espalda, para que la opinión general hiriese la honorabilidad de
los sacerdotes, perdiéndose en excesos verbales de toda clase… ¡Oh! ¡Sí —
pensaba — todo el problema del mundo era la necesidad de amor y realización
fraternal!
Aspiró el aire puro y contempló los árboles frondosos, donde las
aves del cielo situaban sus nidos. Algo distante, el lago era un espejo inmenso
y cristalino, reflejando la luz solar. Barcas rudas transportaban a pescadores
felices, embriagados de alegría, en la mañana clara y suave. Y en torno a las
aguas deslumbrantemente iluminadas, se elevaban voces de mujeres y niños, que cantaban
en los huertos embalsamados por el embriagador perfume de la Naturaleza.
Agradecía al Padre aquellas bendiciones maravillosas de luz y
vida y continuaba meditando.
—¿Por qué tamaña ceguera espiritual en los seres humanos? ¿No
veían, acaso, la condición paradisíaca del mundo? ¿Por qué se hurtaban al
concierto de gracias de la
mañana? ¿Cómo no se unían todos al himno de paz y de gratitud que emanaba de
todas las cosas? ¡Ah! Toda aquella multitud que lo seguía tenía necesidad de
amor, a fin de que la vida se le hiciese más bella. Les enseñaría a conceder a
cada situación el justo valor. ¿Quién era el César, sino un trabajador de la
Providencia, sujeto a las vicisitudes terrestres como otro hombre cualquiera?
¿No merecería comprensión fraternal el emperador de los romanos, responsable
por millones de criaturas? Esposado a las obligaciones sociales y políticas,
atento a la superficialidad de las cosas, ¿no era razonable que se equivocase
mucho, mereciendo por eso mismo más compasión? ¿Y los jefes del Sinedrio? ¿No
estaban agobiados por las orgullosas tradiciones de la raza? ¿Podrían, acaso,
razonar sensatamente si permanecían fascinados por el autoritarismo del mundo?
¡Oh!, reflexionaba el Maestro — ¡Cuán infeliz no sería el
dominador romano, que se creía efectivamente rey para siempre, distraído de la
dura lección de la muerte! ¡Cuán desventurado no sería el Sumo Sacerdote, que
suponía poder sustituir al propio Dios!... ¡Sí, Jesús enseñaría a sus
seguidores la sublime sabiduría del entendimiento fraternal!
Tomado de confiada expectativa, se volvió el Mesías hacia el
pueblo, dando a entender que esperaba las manifestaciones verbales de los
amigos, y la multitud se acercó a Él más intensamente.
Algunos apóstoles caminaban al frente de los vecinos, en animada
conversación.
—Rabí — exclamó el patriarca Matan, habitante de Cafarnaúm —,
es-tamos cansados de soportar injusticias. Es tiempo de que tomemos el gobierno,
la libertad y la autonomía. Los romanos son pecadores disolutos a camino del
basurero. ¡Estamos hartos! ¡Hay que tomar el poder!
Jesús escuchó en silencio, y, antes de que pudiese decir nada,
Raquel, esposa de Jeconías, protestó ásperamente:
—Rabí, no podemos tolerar a los administradores sin conciencia.
Mi marido y mis hijos son miserablemente remunerados en los servicios de cada
día. A menudo no tenemos lo necesario para vivir como viven otros.
Los hijos de Ana, nuestra vecina, adulan a los funcionarios
romanos ¡y por ese motivo, andan confortados y bien dispuestos!...
—¡A la revolución! ¡A la revolución! — clamaba Esdras, un judío
de presumibles cuarenta años, que se acercó poco respetuosamente, como adepto
apasionado, concitando al líder prudente a manifestarse.
—Rabí — suplicaba un anciano de
barbas encanecidas — conozco a los prepósitos del César y a los infames servidores
del Tetrarca. Si no modificamos la dirección del gobierno, pasaremos hambre y
privaciones…
Escuchaba el Señor, profundamente compadecido. Verificaba, con
infinita amargura, que nadie deseaba el Reino de Dios, del que se había constituido
en portador.
Durante largas horas los miembros de la multitud recriminaron al
emperador romano, atacaron a patricios ilustres que nunca habían visto de cerca,
condenaron a los sacerdotes del Templo, calumniaron a autoridades ausentes,
dañaron reputaciones, invadieron asuntos que no les incumbían, acusaron a
compañeros y criticaron agriamente las condiciones de la vida y los elementos
atmosféricos…
Por fin, cuando ya mucho tiempo se había escurrido, algunos
discípulos vinieron a anunciarle el hambre que castigaba a hombres, mujeres y
niños. Andrés y Felipe comentaron acaloradamente la situación. Jesús los miró
de modo significativo, y respondió, melancólico:
—¡Ya lo creo! ¡Hace muchas horas no hacen otra cosa sino
murmurar inútilmente!
Seguidamente, explayó la mirada por los centenares de personas
que lo acompañaban, y dijo conmovido:
—Tengo para todos el Pan del Cielo, pero están excesivamente
preocupados con el estómago para comprenderme.
Y tomado de profunda piedad, ante la multitud ignorante, se
valió de los pequeños panes de que disponía, los bendijo y los multiplicó,
saciando el hambre de la muchedumbre afligida.
Mientras los discípulos recogían las sobras abundantes, muchos
galileos tocaban el vientre con la mano derecha y afirmaban:
—¡Ahora sí, estamos satisfechos!
Los contempló el Maestro en silencio, con
angustiada tristeza y, tras algunos minutos, entregó el pueblo a los discípulos
y, según la narración evangélica, ―volvió a retirarse, a solas, para el monte.
Hermano X
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