La esperanza es la luz
del cristiano.
No todos
consiguen, por el momento, el vuelo sublime de la fe, mas la fuerza de la
esperanza es tesoro común.
No todos
pueden ofrecer, cuando quieren, el pan del cuerpo y la lección espiritual, pero
nadie en la Tierra
está impedido de esparcir los beneficios de la esperanza.
El dolor
acostumbra agitar a los que se encuentran en el “valle de la sombra y de la
muerte”, donde el miedo establece atrición y donde la aflicción percibe el
“rugir de dientes”, en las “tinieblas exteriores”, pero existe la luz interior
que es la esperanza.
La
negación humana declara falencias, labra atestados de imposibilidad, traza
inextricables laberintos, no obstante, la esperanza viene de arriba, a la
manera del Sol que ilumina desde lo alto y alimenta las simientes nuevas,
despierta propósitos diferentes, crea modificaciones redentoras y abre visiones
más altas.
La noche
espera el día, la flor el fruto, el gusano el porvenir... El hombre, aunque se
sumerja en la incredulidad o en la duda, en la lágrima o en la dilaceración,
será socorrido por Dios con la indicación del futuro.
Jesús,
en la condición del Maestro Divino, sabe que los aprendices no siempre podrán
acertar enteramente, que los errores son propios de la escuela evolutiva y, por
esto mismo, la esperanza es uno de los cánticos sublimes de su Evangelio de
Amor.
Inmensas
han sido, hasta hoy, nuestras caídas, pero la con fianza de Cristo es siempre
mayor. No nos perdamos en lamentaciones. Todo momento es instante para oír a
Aquél que pronunció el “Venid a mí”...
Levantémonos y prosigamos, convencidos de
que el Señor nos ofreció la luz de la esperanza, a fin de que encendamos en
nosotros mismos la luz de la santificación espiritual.
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