viernes, 29 de julio de 2016

CARTA ABIERTA

Amigo mío — he sabido que esperabais, en Sebastianópolis, a un escritor ya muerto, con gran revuelo periodístico.
Tal como el viajero que vuelve de lejos, extraño en su propia tierra e irreconocible para los suyos, debería Él bajar de algún autobús invisible y aparecer como fantasma auténtico, relatando novedades y anécdotas del país de las sombras.
Según la venerable tradición del Evangelio, Jesús apareció en una sala con las puertas cerradas, en Jerusalén, después de la resurrección, pero solo a los discípulos amados, a la luz de la confianza, en la intimidad del corazón, contándose además que uno de ellos, convirtiéndose de pronto en investigador renuente, se adelantó hacia el Maestro, palpándole las llagas todavía vivas, como si el Cristo solo pudiese ser identificado por las heridas de la cruz.
El escritor que vosotros aguardabais, sin embargo, estaba llamado a un testimonio mayor. Exigían que Él retomase los huesos carcomidos en el apartamento subterráneo donde su cuerpo descansa, y viniese a la vía pública para discutir con los sacerdotes, confundir a los médicos, esclarecer a notarios y a oficiales de justicia y exponer, no solo las úlceras exclusiva-mente a un amigo, sino todas sus vísceras a la curiosidad popular.
Francamente, vuestra expectación aterraría a cualquiera, aunque com-prenda con qué naturalidad los vivos provocan a los muertos, dentro del velo de la carne, viejo manto de las ilusiones.
Vosotros, ahí en el mundo, enviáis tantos amigos al cielo y tantos enemigos al infierno, intentando subvertir la justicia divina, que no hubiera sido demasiado demandar la presencia de un comentarista muerto recurriendo a la justicia humana. Y, observando los apuros del escritor desencarnado, recordé el artículo 20 de las famosas instrucciones de Torquemada, según Llorente, que, por espíritu de caridad en la salvación de los herejes, recomendaba a los inquisidores la exhumación de los cadáveres de los escribidores impenitentes, a fin de que respondiesen en los procesos de lesa-fe, aunque los reos solo pudiesen comparecer en actitud poco higiénica, en virtud de los gusanos que se adueñaban de sus huesos.
Pero afortunadamente, para tranquilidad de todos cuantos ya hemos atravesado las turbias aguas del Aqueronte y para honra de la civilización, Tomás de Torquemada ya ha restituido también sus despojos al campo de cenizas, hace cuatrocientos cuarenta y siete años. Pese a esta certidumbre confortadora, me impresionaba el volumen de opiniones desconcertantes y de acusaciones lanzadas al buen tuntún.
Vosotros reclamabais la presencia del muerto, con todos sus pormenores anatómicos y sus características psicológicas y, para tanto, pedíais el apoyo de la organización judicial, a pesar de la dificultad de encontrar un alguacil habilitado para entregar mandatos en el ―otro mundo.
Muchos afirmaban que la Providencia establecería la victoria definiti-va de la verdad, como si la resurrección de Cristo no hubiese hecho feliz al espíritu humano hace casi veinte siglos.
Otros querían ver para creer, convencidos de que la fe representa construcción fenoménica, sin lasca en el razonamiento y en el corazón. No faltaron los que se relamían, esperando la sorpresa final, transformando el respetable estudio de las cuestiones del destino y del ser en ruidoso comba-te de boxeo, con menosprecio de todos los patrimonios espirituales que la civilización ha logrado reunir, muy poco a poco, vertiendo sangre y lágri-mas en los conflictos evolutivos.
Pero debéis disuadiros, si es que aún mantenéis injustificables expectativas como los demás.
Los muertos han vuelto en todos los tiempos para alentar la esperanza de los vivos de buena voluntad, pero los hombres de mala voluntad están ciegos y es imposible curar la ceguera voluntaria, pese a nuestra dedicación afectuosa a los compañeros de lucha.
Aunque los desencarnados apareciesen intempestivamente a los ojos de las criaturas humanas, éstas, debido a lo rudimentario de su entendimiento, recurrirían sin tardanza a las teorías de la negación, creando recursos para nuevos ensayos de duda con palabrería brillante.
Los fenómenos no sacian la sed espiritual y la sensación no sustituye el trabajo necesario para el progreso. Convenceos de que ninguno de nosotros puede confundir a las leyes eternas. Ni vuestra exigencia ni nuestra afectividad podrán perturbar el orden establecido.
Todas las realizaciones legítimas piden preparación y servicio, y ¿has pensado en las graves consecuencias de lo que defendían apasionadamente? ¿Qué sería de los vivos, atollados hasta el cuello en los intereses mezquinos del inmediatismo terrestre, si los muertos anduviesen ahora materializados, públicamente, exigiéndoles la renovación instantánea que solo el trabajo, el tiempo y la experiencia pueden proporcionar?

Desengáñate, amigo mío. Inmensurable es la compasión del Señor que jamás fulminará nuestra pequeñez de gusanos con la revelación extemporá-nea e integral de su grandeza.
Además, todos vosotros habréis de venir para aquí. Nadie faltará en el paso silencioso que algunos compañeros alegres suelen llamar pintoresca-mente ―difuntolandia- Sin una única excepción, se arrojarán a las aguas pesadas del viejo río de la muerte. No importa la identificación de los ce-menterios donde dejaréis vuestras vísceras cansadas… Nos conforta sobre todo la certidumbre de que nos reuniremos unos con otros, a fin de crecer en sabiduría y comprensión.
Mientras tanto, recordando las antiguas ilusiones que también me dominaron cuando deambulaba por el valle de las sombras de la carne, y no-tando la desvariada pasión con que se reclamaba la presencia del muerto, me atrevo a terminar esta carta con una interpelación. ¿Tendríais vosotros, de hecho, bastante temple y serenidad para mirar tranquilamente el fantas-ma y escuchar las revelaciones de la muerte?
Hermano X

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