Recordando insigne codificador:
“Continuad derramando sobre vuestros discípulos la ayuda benigna y
poderosa; ¡la obra se cumplirá!… y vuestro nombre, gravado en el panteón
de la Historia, entre aquellos de los benefactores de la Humanidad, se
transmitirá de edad en edad como en los profetas antiguos” Levent, 1870.
En el día en que Allan Kardec desencarnaba, constituyendo este hecho
una dolorosa sorpresa para todos sus amigos y para los espiritas en
general, en ese mismo día el Sr E.Muller, gran amigo del Codificador y
de su digna esposa, así se expresaba por carta al Sr Finet:
París, 31 de Marzo de 1869.
Amigo:
Ahora, que ya estoy un poco más calmado, os escribo. Enviándoos mi
aviso, como lo hice tal vez haya obrado un tanto brutalmente, pero me
parecía que debíais recibir la comunicación inmediata de su
fallecimiento. He aquí algunos pormenores:
Murió esta mañana, entre las once y las doce horas, súbitamente, al
entregar un numero de la Revue a un cajero de librería que acabada de
comprarlo; él se curvo sobre sí mismo, sin decir ninguna palabra: estaba
muerto.
Solo en su casa (Calle de Sant’Ana), Kardec puso en orden sus libros y
papeles para la mudanza que se iba realizando y que debería terminar
mañana. Su empleado, al oír los gritos de la criada y del cajero, corrió
al local, lo levanto…nada, nada más. Delanne acudió con toda la
rapidez, le hizo masajes, lo magnetizo, pero en vano, todo había
acabado.
Vengo de verlo. Entrando en la casa, con muebles y utensilios
diversos atascando la entrada, puede ver, por la puerta abierta de la
gran sala de sesiones, el desorden que acompaña a los preparativos para
una mudanza de domicilio; introducido en una pequeña sala de visitas,
que conocéis bien, con su tapete encarnado y sus muebles antiguos,
encontré a la Sra Kardec sentada en el canapé, de frente para la
chimenea; al lado suyo, el Sr Delanne; delante de ellos, sobre los
colchones colocados en el suelo, junto a la puerta de la pequeña sala
del comedor, yacía el cuerpo, restos inanimados de aquel que todos
amamos.
Su cabeza, envuelta en parte por un pañuelo blanco atado bajo la
barbilla, dejaba ver toda la cara, que parecía reposar dulcemente y
experimentar la suave y serena satisfacción del deber cumplido. Nada de
tétrico marcara el pasaje de su muerte, si no fuese por la falta de
respiración, se diría que estaba durmiendo.
Le cubría el cuerpo una manta de lana blanca, que, junto a los
hombros, dejaba ver el cuello de robe de chambre, la ropa que vestía
cuando fue fulminado; a sus pies, como que abandonadas, sus chinelas y
calcetines parecían poseer aun el calor de su cuerpo. Todo esto era
triste, y, entre tanto, un sentimiento de dulce tranquilidad nos
penetraba el alma; todo en la casa era desorden, caos, muerte, pero todo
ahí parecía tranquilo, risueño y dulce, y, delante de aquellos restos,
forzosamente meditamos en el futuro.
Os dije que el viernes lo enterraríamos, pero aun no sabemos a qué
hora; esta noche su cuerpo está siendo velado por Desliens e Tailleur;
mañana será por Delanne e Morin.
Se busco, entre sus papeles, sus últimas voluntades, si es que las
escribió; de cualquier forma, el entierro será puramente civil.
Os escribiré, dándoos los pormenores de la ceremonia.
Mañana, creo yo, cuidaremos en nombrar un comisión de espiritas mas
unidos a la Causa, aquellos que mejor conocen las necesidades, a fin de
aguardar y de saber que se irá hacer.
De todo corazón, vuestro amigo.
Muller
Fuente: Reformador, marzo de 1969. Centenario de la desencarnación de Kardec. P8
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