martes, 15 de marzo de 2016

CADA UNO SE VUELQUE A SI MISMO

 Por el momento, lo que importa es que cada uno se vuelque hacia sí mismo; para ello la Espiritualidad ayudará. Una nación sin ideal, sin un fin elevado, va en pos de su destrucción. Además de esto, los círculos políticos más opuestos deben inspirarse en un ideal superior, un ideal que se alíe al racionalismo más amplio.
¡Conócete a ti mismo!, decía la sabiduría antigua. Pero lo que el hombre menos conoce es lo relacionado con lo que es él mismo, y de esa ignorancia devienen la mayor parte de sus errores, de sus debilidades y de sus males. El hombre moderno no se interesa más que por su cuerpo material, y esto es, precisamente, lo que hay de menos esencial en nosotros. La parte sutil e imponderable de nuestro Ser, aquella que escapa a nuestros sentidos, la cual, perteneciendo a ese mundo invisible del cual venimos en ocasión de nuestro nacimiento y al que regresamos cuando morimos, es la que constituye el mundo de las causas, de las sanciones, la única permanente y durable.
 
Esa forma invisible e impalpable que sustenta a nuestro cuerpo durante la vigilia, que de él se desprende durante el sueño y después de la muerte es, a través del tiempo, la sede de nuestra alma y de sus facultades: la conciencia, la razón, el sentimiento y la voluntad. Por ella estamos ligados a un orden superior y divino y, por ella, somos imperecederos.
 
En ella está también la fuerza de las intuiciones profundas, de las inspiraciones que iluminan a nuestro Ser cuando nos sabemos abstener de las influencias materiales y dar libre curso a las fuerzas ocultas que residen en nosotros. Pero el hombre muy raramente oye las voces que hablan en él, distraído como está por las preocupaciones exteriores.
 
Si supiésemos leer en el bello libro de la conciencia, en él encontraríamos el reflejo de todas las leyes superiores. Pero como las voces de la conciencia, la fuente de las inspiraciones son sofocadas, ahogadas bajo la suma de los intereses y de las pasiones materiales, la enseñanza de los Espíritus viene a restablecer la ley moral, llamándonos a cumplir las reglas de la vida aquí, en este mundo y en el más allá. Y es gracias a esa enseñanza que la justicia se nos muestra como una norma del Universo, no más la justicia humana, siempre defectuosa, sino la justicia divina, infalible, insuflada de misericordia.
 
Nada de penas eternas, sino la posibilidad, para todos los culpables, de la reparación, de la rehabilitación por la expiación, por el dolor. Nada de paraísos, de infiernos, de purgatorios que se abren y se cierran por medio de oraciones pagadas. Tampoco lo irracional donde se confunden en desorden, sin distinción y sin mañana, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, el asesino y la víctima. Pero sí la certeza de que no hay separación definitiva para aquellos que se han amado; la perspectiva de volvernos a ver, después de la sanción común que nos correspondió por la justicia, en otros mundos más felices. Como también la prueba de que Seres afectuosos, aunque invisibles, nos asisten, nos protegen, nos inspiran y guían nuestros pasos por los senderos abruptos de la vida; la prueba de que nadie de nosotros está solito, abandonado, sino que una protección tutelar se extiende sobre todos y nos reúne con nuestros amigos del Espacio en un sentimiento de confianza y de amor.
 
El Espiritismo, bien comprendido como bien practicado, se convertirá, para los corazones sufrientes, para las almas desoladas, en una inmensa fuente de fuerza moral y de consolaciones.
Aquí surge una cuestión: ¿Qué es la moral? ¿En qué consiste ella? ¿Es apenas una concepción arbitraria del deber, un conjunto de preceptos establecidos por los hombres conforme a los tiempos y los medios? ¡No! La moral es una de las expresiones de la ley eterna, divina, de evolución y progreso, ley de la cual ella es inseparable, dado que en ella encuentra su apoyo y su sanción.
 
Es así como la moral, llamada positiva, separada de la noción de la inmortalidad del alma y de la idea de Dios, es siempre fría. Ella no toca ningún corazón, ningún Espíritu, por lo que se muestra estéril. Ella es como la simiente que se arroja sobre las piedras. Fue ésta la moral de la escuela laica durante una treintena de años y por ella podemos constatar los frutos amargos que dejó en la mentalidad de las generaciones que contribuyeron a formar. Para reaccionar contra este estado de cosas se sueña, en ciertos medios, en darse lugar a la escuela congregacionista, pero esto sería caer de Caribdis en la Scila6.
La enseñanza moral debe mostrar a todos la finalidad de la vida, que no es la procura de la felicidad, como muchos suponen, sino el perfeccionamiento y la depuración del Ser que debe salir de la existencia mejor de como en ella entró. Los medios de esta realización son el trabajo, el estudio, el esfuerzo constante hacia el bien.
 
Con el cumplimiento de la ley moral, el hombre se eleva; violándola se rebaja y se muestra peor; él se condena a sí mismo a subir más penosamente la cima sobre la que resbaló.
No tenemos más que mirar a nuestro entorno para evaluar los males, las enfermedades, los reveses, las consecuencias de las existencias anteriores mal llevadas y perdidas. Mas, ¡cómo son difíciles de hacer comprender al hombre moderno las verdades más evidentes y más rudas, las lecciones de la adversidad, ya que su Espíritu fue falseado por tantos siglos de errores dogmáticos!
De estas consideraciones resulta que la reforma social, para ser más segura y más práctica, debería comenzar por la reforma del hombre en sí mismo. Si cada uno se impusiese una disciplina intelectual, una regla capaz de asfixiar, de destruir ese fondo de egoísmo y brutalidad que nos fue legado por las edades, todo el acopio mórbido que traemos al nacer y que constituye la herencia de nuestras vidas pasadas, y ello con la finalidad de hacer renacer en nosotros un hombre nuevo, la evolución del medio social sería rápida. Podríamos así instaurar el régimen que, con orden y libertad, trajese a los hombres más felicidad, pues acabamos de ver que la causa de todos los males radica en nosotros mismos, lo que sería suficiente para vencer lo que existe de inferior y de malo en nuestro Ser para así transformarnos en más felices. La felicidad no está fuera de nosotros, sino, y fundamentalmente, en nuestra manera de juzgar las cosas, en nuestra mente.
 
La tarea más urgente y más necesaria para cada uno de nosotros sería la de trabajar en el cultivo de nuestro Yo, en la reforma del carácter, a efecto de servir de ejemplo a aquellos que nos rodean y así, sucesivamente, a la sociedad entera. Actuando en tal sentido entraremos plenamente en los caminos de nuestro destino final, ya que la educación del alma es la finalidad última, el fin supremo de nuestra inmensa evolución. Recogeremos los frutos inmediatos resultantes de nuestros esfuerzos, mientras que si actuamos negligentemente nos privamos de las ventajas que de ellos devienen y de las alegrías que la ley reserva a todos aquellos que mucho trabajaren, mucho amaren y mucho sufrieren.
 
No siendo el estado social, en su conjunto, sino el resultado de los valores individuales, importa, antes que nada, obstinarnos en esa lucha contra nuestros defectos, nuestras pasiones, nuestros intereses egoístas. 

Mientras no hayamos vencido al odio, a la envidia, a la ignorancia, no se podrá lograr la paz, la fraternidad, la justicia entre los hombres y, en consecuencia, la solución de los problemas sociales permanecerá incierta y sin solución.
Leon Denis.

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