lunes, 22 de enero de 2018

LENGUAJE


“Palabra sana y perfecta para que el
adversario se avergüence, no teniendo ningún mal
que decir de nosotros.” – Paulo. (TITO, 2:8)

A través del lenguaje, el hombre se ayuda o se destruye.
Aunque en su interior permanezca nublado de problemas, no es
aconsejable que nuestra palabra se haga turbia o desequilibrada para los
otros.
Cada cual tiene su enigma, y su necesidad y su dolor y no es
justo aumentar las aflicciones del vecino con la carga de nuestras
inquietudes.
La exteriorización de la queja desanima, el verbo de la aspereza
azota, la observación del maldiciente confunde…
Por nuestra manifestación mal conducida para con los errores de
los otros, apartamos la verdad de nosotros.
Por nuestra expresión verbalista menos ennoblecida, repelemos
la bendición del amor que nos llenaría de alegrías de vivir.
Tengamos el preciso coraje de eliminar, por nosotros mismos,
los rayos de nuestros sentimientos y deseos descontrolados.
La palabra es canal del “yo”
Por la válvula de la lengua, nuestras pasiones explotan o
nuestras virtudes se extienden.
Cada vez que arrojamos para fuera de nuestro vocabulario que
nos es propio, emitimos fuerzas que destruyen o edifican, que solapan o
restauran, que hieren o balsamizan.
Lenguaje, a nuestro entender, se constituye de tres elementos
esenciales: expresión, manera y voz.
Si no aclaramos la frase, si no apuramos el modo y si no
educamos la voz, de acuerdo con las situaciones, somos suceptibles de
perder nuestras mejores oportunidades de mejoría, entendiendo y
elevación.
Pablo de Tarso ofrece la receta adecuada a los aprendizajes del
Evangelio.
Ni lenguaje dulce de más, ni amargo en exceso. Ni demasiado
blando, ni ahuyentando la confianza, ni áspero o contundente,
quebrando la simpatía, más si “lenguaje sano e irreprensible para que el
adversario se averguence no teniendo ningún mal que decir de nosotros.

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