El problema
familiar, por más que nos despreocupemos de él tratando de escapar a la
responsabilidad directa, constituirá siempre una de las cuestiones
fundamentales de la felicidad humana.
Es un
tremendo error suponer que la muerte borra los recuerdos, a modo de esponja que
absorbe el vinagre en la limpieza del utensilio de cocina. Ciertamente, los
vínculos menos dignos terminan en la sombra del sepulcro, cuando soportados
valerosamente y encarados como sacrificio purificador en la existencia
material. El noventa por ciento, quizá, de los matrimonios infelices por la
falta de afinidad espiritual, se extinguen con la muerte, que liberta
naturalmente a las víctimas de los grilletes y de los ver-dugos. El Evangelio
de Jesús enseña entre los vivos que Dios no es Dios de muertos, y los que han
perdido la indumentaria carnal, sintiéndose más vi-vos que nunca, añaden que
Dios no es Dios de condenados. Que los Otéelos de la Tierra se prevengan, en
sus relaciones con las Desdémonas virtuosas del mundo, porque aparte del
cadáver, no podrán apuñalar a las esposas, libres de la carne; y las mujeres
celosas, desgreñadas dentro de la noche, gritando blasfemias injuriosas contra
los maridos inocentes, que se preparen para largo tiempo de separación en la esfera
invisible, donde en la mejor de las hipótesis recibirán servicios de
reeducación, en su propio beneficio.
La muerte
sería un monstruo terrible si consolidase los grilletes terrestres en aquellos
que toleraron heroicamente la tiranía y el egoísmo de otro. Aparte de sus muros
de sombra, hay castillos sublimes para los que amaron con el alma, y atesoraron
con el sentimiento más puro, el ideal y la esperanza en una vida mejor; y hay
además precipicios oscuros, por donde bajan los insurrectos en desesperación
por no poder oprimir y martirizar, por más tiempo, los corazones dedicados y
sensibles de que se rodeaban en la Tierra.
Hecha esta
salvedad, alusiva a los principios de afinidad que gobiernan la sociedad
espiritual, recordemos la misión educativa que el mundo confiere al corazón de
los padres, en nombre de Dios.
¿Vendría a
constituir un acto casual de la Naturaleza, la unión de dos criaturas,
convertidas en padre y madre de diversos seres? ¿Mera eventua-lidad la
instalación de una cuna adornada de flores?
Dice la Medicina que el hecho se reduce a simple
acontecimiento biológico, el estatuto político registra un nuevo habitante para
enriquecer la población del suelo y la Teología sostiene que el Creador acaba
de formar otra alma, destinada al teatro de la vida, mientras la institución
doméstica celebra lo ocurrido con desvariada alegría, muy bella, sin duda, pero
vecina a la irreflexión y a la irresponsabilidad. Es razonable que los padres
sientan emociones verdaderamente sublimes y acojan al retoño de su amor con
in-definibles transportes de júbilo. Pese a ello, es necesario añadir que la
ga-llina y la leona hacen lo mismo. Ciertas aves del sur de Europa llegan a
ro-bar pequeñas joyas a las damas ricas, a fin de adornar el nido venturoso por
la llegada de los polluelos. Por ese motivo, en el círculo de la Humanidad, es
preciso instituir servicios eficientes contra el cariño inoportuno y
esteri-lizador.
Los
hijos no son almas creadas en el instante del nacimiento, como di-cen las
viejas afirmaciones del sacerdocio organizado. Son compañeros espirituales de
luchas antiguas, a quienes pagamos deudas sagradas o de quienes recibimos
alegrías puras, por créditos de otro tiempo. La institución de la familia es
crisol sublime de purificación y el olvido de esa ver-dad nos cuesta un elevado
precio en la vida espiritual.
Es
lamentable nuestro estado de alma, cuando volvemos a la vida libre, de corazón
esclavizado al campo inferior del mundo, en virtud del olvido de nuestras
obligaciones paternas. En vano intentaremos tardíamente enseñar las lecciones
de la realidad legítima; en balde nos acercaremos a los corazones amados para recordar
la eternidad de la vida. Semejantes im-pulsos se verifican fuera de la ocasión
que sería deseable, porque la fantasía ya ha solidificado su obra y la ilusión
ha modificado el paisaje natural del camino. Ya no valen el llanto y la
lamentación. ¡Es indispensable aguardar el tiempo de la misericordia, puesto
que hemos menospreciado el tiempo del servicio!
Prevénganse
pues, los padres y madres terrestres, a fin de no perderse, envenenando el
corazón de los hijos, alejándose del deber y del trabajo. ¡Aniquilen el egoísmo
afectuoso que los ciega, si no quieren cavar el abismo futuro!...
Mientras
escribo, oigo a un amigo, ya arrebatado igualmente de la vi-da humana, que me
pide encaminar a los compañeros encarnados las si-guientes ponderaciones:
—¡Bienaventurados los padres pobres en dinero o
renombre, que no coartan
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