lunes, 17 de febrero de 2014

LA VIDA MORAL


 
Todo ser humano lleva grabados en sí, en su conciencia, en su razón, los rudimentos de la ley moral. Esta ley recibe en este mismo mundo un comienzo de sanción. Una buena acción proporciona a su autor una satisfacción íntima, una especie de dilatación, de esparcimiento del alma. Nuestras faltas, por el contrario, producen con frecuencia amargura y pesares. Sin embargo, esta sanción, tan variable según los individuos, es demasiada vaga, demasiado insuficiente, desde el punto de vista de la justicia absoluta. Por eso es por lo que las religiones han colocado en la vida futura, en las penas y en las recompensas que nos reserva, la sanción capital de nuestros actos. Ahora bien, como quiera que a sus informaciones les falta base positiva, son puestas en duda por la mayoría.

Después de haber ejercido una influencia importante en las sociedades de la Edad Media, no bastan ya para apartar al hombre del camino de la sensualidad.

Antes del drama del Gólgota, Jesús había anunciado a los hombres a otro consolador el -Espíritu de Verdad- que debía restablecer y completar su enseñanza. Este Espíritu de Verdad ha llegado y ha hablado a la Tierra; por todas partes hace oír su voz. Dieciocho siglos después de la muerte de Cristo, habiéndose esparcido por el mundo la libertad de palabra y de pensamiento, habiendo sondado los cielos la ciencia, habiéndose desarrollado la inteligencia humana, la hora ha sido considerada como favorable. Los Espíritus han acudido en multitud para enseñar a, sus hermanos de la Tierra la ley del progreso infinito y realizar la promesa de Jesús restableciendo su doctrina y comentando sus palabras.

El Espiritismo nos da la clave del Evangelio. Explica su sentido oscuro u oculto; nos proporciona la moral superior, la moral definitiva, cuya grandeza y hermosura revelan su origen sobrehumano.

Con el fin de que la verdad se extienda a la vez por todos los pueblos, con el fin de que nadie pueda desnaturalizaría o destruirla, ya no es un hombre, ya no es un grupo de apóstoles el que está encargado de darla a conocer a la humanidad. Las voces de los Espíritus la proclaman en los diversos puntos del mundo civilizado, y gracias a este carácter universal y permanente, esta revelación desafía a todas las hostilidades y a todas las inquisiciones. Se puede suprimir la enseñanza de un hombre, falsificar y aniquilar sus obras; pero ¿quién puede atacar y rebatir a los habitantes del Espacio? Saben deshacer todas las malas interpretaciones y llevar la preciosa semilla hasta las regiones más retrasadas. A esto se debe el poder, la rapidez de difusión del Espiritismo y su superioridad sobre todas las doctrinas que le han precedido y preparado su advenimiento.

En lo que se basa la moral espiritista es, pues, en los testimonios de millares de almas que vienen a todos los lugares para describir, valiéndose de los médiums, la vida de ultratumba y sus propias sensaciones, sus goces y sus dolores.

La moral independiente, la que los materialistas han intentado edificar, vacila al soplo de todos los vientos, falta de sólida base. La moral de las iglesias tiene sobre todo recurso el miedo, el temor a los castigos infernales; sentimiento falso que nos rebaja y nos empequeñece. La Filosofía de los Espíritus viene a ofrecer a la humanidad una sanción moral más elevada, un ideal más noble y generoso. Ya no hay suplicios eternos, sino la justa consecuencia de los actos que recae sobre su autor.

El Espíritu se encuentra en todos los lugares según él se ha hecho. Si viola la ley moral, entenebrece su conciencia y sus facultades; se materializa, se encadena con sus propias manos. Practicando la ley del bien, dominando las pasiones brutales, se agüera y se aproxima cada vez más a los mundos felices.

Desde este punto de vista, la vida moral se impone como una obligación rigurosa para todos aquellos a quienes preocupe algo de su destino; de aquí la necesidad de una higiene del alma que se aplique a todos nuestros actos, ahora que nuestras fuerzas espirituales se hallan en estado de equilibrio y armonía. Si conviene someter el cuerpo -envoltura mortal, instrumento perecedero- a las prescripciones de la ley física que asegura su mantenimiento y su funcionamiento, importa mucho más aún velar por el perfeccionamiento del alma, que es nuestro imperecedero yo, y a la cual está unida nuestra suerte en el porvenir. El Espiritismo nos ha proporcionado los elementos de esta higiene del alma.

El conocimiento del objeto real de la existencia tiene consecuencias incalculables para el mejoramiento y la elevación del hombre. Saber adónde va tiene por resultado el afirmar sus pasos, el imprimir a sus actos un impulso vigoroso hacia el ideal concebido.

Las doctrinas de la nada hacen de esta vida un callejón sin salida, y conducen, lógicamente, al sensualismo y al desorden. Las religiones, al hacer de la existencia una obra de salvación personal muy problemática, la consideran desde un punto de vista egoísta y estrecho.

Con la Filosofía de los Espíritus, este punto de vista cambia y se ensancha la perspectiva. Lo que debemos buscar no es ya la felicidad terrena la felicidad, en la Tierra, es escasa y precaria, sino un mejoramiento continuo; y el medio de realizarlo es con la observación de la moral bajo todas sus formas.

Con semejante ideal, una sociedad es indestructible; desafía a todas las vicisitudes y a todos los acontecimientos. Se engrandece con la desgracia y encuentra en la adversidad los medios de elevarse por encima de sí misma. Desprovista de ideal, arrullada por los sofismas de los sensualistas, una sociedad no puede hacer más que corromperse y debilitarse; su fe en el progreso y en la justicia se extingue con su virilidad; bien pronto se convierte en un cuerpo sin alma, y, fatalmente, en la presa de sus enemigos.

¡Dichoso el hombre que en esta vida llena de oscuridad y de obstáculos camina constantemente hacia el fin elevado que distingue, que conoce y del cual está seguro!

¡Feliz aquel al que un soplo de lo alto inspira sus obras y empuja hacia adelante! Los placeres le dejan indiferente; las tentaciones de la carne, los espejismos engañosos de la fortuna no hacen presa de él. Viajero en marcha, el fin le llama, y él se precipita por alcanzarlo.

León Denis.

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