lunes, 6 de noviembre de 2017

EL EGOISMO Y EL ORGULLO



Hoy me interesé en evaluar las apreciaciones que podemos encontrar en la Internet, frente a los conceptos de Orgullo y Egoísmo.

Qué curioso ver que muchas de las explicaciones y apreciaciones están dadas por observaciones de creyentes, y que sus conceptos están soportados en sus creencias religiosas.

Sin embargo, aparte del concepto pasional de los creyentes en tal o cual fe; me llamó poderosamente la atención algunos aspectos literarios que enfocan consideraciones interesantes,  para algunos como poco conocidas; los hechos históricos muestran un siglo de quiebre, el siglo XVIII o el siglo de Las Luces, pues, es en esta época cuando se enalteció el valor de la razón; basta de tiranías, superstición y mandatos divinos; animémonos a pensar por nosotros mismos; el famoso ¡Sapere aude! de Immanuel Kant: ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!. Es decir, la libertad de hacer uso público de su razón íntegramente, es el final de aquel ¡Nada de razones!, impuesto por la religión dominante y los estados. Al tiempo, la revolución francesa puso a la libertad como valor primario e innegociable, seguido inmediatamente por la igualdad y la fraternidad. Adam Smith –considerado por muchos el padre de la economía, uno de sus grandes aportes está en añadir un toque mágico a esta hermosa combinación entre Razón, Libertad y Prosperidad: la colaboración. Sucede que, a partir de la razón y la libertad individual se llega al progreso colectivo. Es decir, cada uno siguiendo su propio interés –su propio bienestar- contribuye al bienestar social.

Y en ese uso de la Razón, Libertad, Prosperidad y Colaboración, muchos concluyen, que nadie realiza acciones que contribuyan al bienestar colectivo cuando las mismas van a en contra de su bienestar individual; es estar dispuesto a hacerse daño a sí mismo en pos de otro desconocido. Cada hombre es un fin en sí mismo, no el medio para los fines de otros. Debe existir por su propio esfuerzo, sin sacrificarse para otros ni sacrificar a otros para sí mismo. La búsqueda de su propio interés racional y de su propia felicidad es el más alto propósito moral de su vida.

Libertad, igualdad, fraternidad. Estas tres palabras constituyen de por sí el programa de todo un orden social que habría de promover el más absoluto progreso de la humanidad, en caso de que el principio que ellas representan recibiera una aplicación integral. La fraternidad, en la rigurosa acepción del término, resume to­dos los deberes recíprocos de los hombres; significa devoción, abnega­ción, tolerancia, benevolencia, indulgencia. Es la caridad evangélica por excelencia y la aplicación de esta máxima: “Obrar para con los otros como nos gustaría que los otros obraran para con nosotros”. Su opues­to es el egoísmo. La fraternidad sostiene: “Uno para todos y todos para uno”. El egoísmo sostiene: “Cada uno para sí”. Como estas dos cuali­dades son la negación una de otra, es tan imposible para el egoísta obrar fraternalmente en relación con sus semejantes, como para un avaro ser generoso, así como para un hombre de pequeña estatura alcanzar el tamaño de un hombre alto. Ahora bien, dado que el egoísmo es la llaga que predomina en la sociedad, mientras este impere soberanamente será imposible el reino de la verdadera fraternidad. Cada uno la querrá para su provecho, y no querrá practicarla en provecho de los otros, o si lo hiciere, será después de haberse asegurado de que no perderá nada. (Allan Kardec. Obras Póstumas).

El egoísmo, la más grande de las inseguridades, nos lleva a buscar la inseguridad en nosotros mismos, tratando de ser el centro del universo y que todos los demás nos sirvan. El egoísta no sabe lo que significa dar, y menos darse. El egoísta tampoco sabe recibir porque esto lo compromete a dar. Se siente autosuficiente, busca que los demás le sirvan; pero ha de ser como él quiere, no como los demás pueden. Por eso, no existe la gratitud en su corazón. El egoísta siempre causará problemas y lágrimas a su alrededor por motivos insignificantes. El egoísta hace sufrir a los demás porque dentro de sí sufre un terrible drama. No se siente amado ni digno de amor.

El orgullo, es una sed desmedida de ambición que nos hace entrar en competencia: ser más rico que el otro, más sabio que el compañero, más capaz que el vecino, para demostrar la superioridad sobre los demás. De esta manera se está siempre descontento. Si el lema del egoísta es: “todo para mí”, el del orgulloso es: “yo soy superior a ti”. Siempre vive en competencia pero no puede gozar sus triunfos porque sabe que están fabricados con humo de vanagloria. Generalmente el orgulloso es muy tolerante con sus defectos: siempre los excusa, los explica o los niega. Siempre tiene una razón para justificarse, pero es muy exigente con las faltas y limitaciones de los demás. Sus faltas nunca son faltas, pero las de los otros son inexcusables, imperdonables e inolvidables.

Desde el momento en que cada uno piensa en sí mismo antes de pensar en los otros, y que ante todo busca satisfacer sus propios deseos, intenta naturalmente proporcio­narse esa satisfacción a cualquier precio, y sacrifica sin escrúpulo los intereses ajenos, sea en las más insignificantes como en las más gran­des cosas, tanto de orden moral como de orden material. De ahí re­sultan todos los antagonismos sociales, todas las luchas, los conflictos y las miserias, dado que cada individuo trata de despojar a su prójimo. Es sabido que la mayor parte de las miserias de la vida tienen su origen en el egoísmo de los hombres. (Allan Kardec. Obras Póstumas).

El egoísmo, a su vez, tiene su origen en el orgullo. La exalta­ción de la personalidad lleva al hombre a que se considere superior a los otros. Al suponerse con derechos superiores, se ve agraviado por todo lo que a su entender constituye un atentado a sus derechos. La importancia que por orgullo atribuye a su persona, lo vuelve naturalmente egoísta. (Allan Kardec. Obras Póstumas).

Los hombres sabios y experimentados, según el mundo, por lo general tienen tan alta opinión de sí mismos (Egoísmo) y de su superioridad, que consideran que las cosas divinas son indignas de su atención (Orgullo). Como concentran la mirada en su propia persona, no pueden elevarla hasta Dios. Esa tendencia a creerse por encima de todo, con frecuencia sólo los conduce a negar aquello que, por no estar a su alcance, podría rebajarlos. Incluso niegan a la propia Divinidad, o bien, si consienten en admitir su existencia, refutan uno de sus más bellos atributos: su acción providencial sobre las cosas de este mundo, pues están persuadidos de que sólo ellos bastan para gobernarlo convenientemente. Toman su inteligencia para medir la inteligencia universal, y se consideran aptos para comprenderlo todo, razón por la cual no creen en la posibilidad de lo que no comprenden. Cuando han pronunciado una sentencia, no admiten la apelación. (Allan Kardec. El Evangelio según el Espiritismo).

El egoísmo y el orgullo tienen su origen en un sentimiento na­tural: el instinto de conservación. Todos los instintos tienen su razón de ser y su utilidad, dado que no es posible que Dios haya hecho algo que sea inútil. Dios no ha creado el mal; el hombre es quien lo pro­duce por el abuso que hace de los dones divinos, en virtud de su libre albedrío. Así pues, ese sentimiento, contenido dentro de sus justos límites, es bueno en sí mismo. Lo que lo hace dañino y pernicioso es la exageración. Lo mismo sucede con las pasiones, a las que a menu­do el hombre desvía de su objetivo providencial. Dios no ha creado al hombre egoísta y orgulloso; lo creó simple e ignorante; el hombre es quien se ha hecho egoísta y orgulloso, exagerando el instinto que Dios le dio para su propia conservación. (Allan Kardec. Obras Póstumas).

El egoísmo es la negación de la caridad. Ahora bien, sin caridad no habrá paz en la sociedad. Os digo más, no habrá seguridad. Con el egoísmo y el orgullo dándose la mano, la vida será siempre una carrera en la que triunfa el más astuto, una lucha de intereses en la que son pisoteados los más puros afectos, en la que ni siquiera se respetan los sagrados lazos de la familia. (Allan Kardec. El Evangelio según el Espiritismo).

La causa del orgullo está en la creencia que tiene el hombre de su superioridad individual. Incluso ahí se hace sentir la influencia de la concentración de los pensamientos en la vida terrenal. Para aquel que nada ve delante de él, detrás de él, ni encima de él, el sentimiento de la personalidad es predominante y el orgullo carece de límites. (Allan Kardec. Obras Póstumas).

El egoísmo, esa llaga de la humanidad, debe desaparecer de la Tierra, porque impide el progreso moral. Al espiritismo está reservada la tarea de hacerla ascender en la jerarquía de los mundos. El egoísmo es, pues, el objetivo hacia el cual todos los verdaderos creyentes deben apuntar sus armas, sus fuerzas, su valor. Digo valor, porque es necesario mucho más valor para vencerse a sí mismo que para vencer a los otros. Por consiguiente, ponga cada uno el mayor empeño para combatirlo en sí mismo, pues ese monstruo devorador de las inteligencias, ese hijo del orgullo, es la fuente de todas las miserias de la Tierra. El orgullo es la negación de la caridad y, en consecuencia, el más grande obstáculo para la felicidad de los hombres. (Allan Kardec. El Evangelio según el Espiritismo).



Amilcar Pertuz Reyes

Director

Organización Espírita Reencuentros por Amor


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