Hoy me interesé en evaluar las apreciaciones que
podemos encontrar en la Internet, frente a los conceptos de Orgullo y Egoísmo.
Qué curioso ver que muchas de las explicaciones y
apreciaciones están dadas por observaciones de creyentes, y que sus conceptos están
soportados en sus creencias religiosas.
Sin embargo, aparte del concepto pasional de los
creyentes en tal o cual fe; me llamó poderosamente la atención algunos aspectos
literarios que enfocan consideraciones interesantes, para algunos como poco conocidas;
los hechos históricos muestran un siglo de quiebre, el siglo XVIII o el siglo
de Las Luces, pues, es en esta época cuando se enalteció el valor de la razón; basta de tiranías, superstición y mandatos
divinos; animémonos a pensar por nosotros mismos; el famoso ¡Sapere aude! de Immanuel
Kant: ¡Ten el
valor de servirte de tu propia razón!. Es decir, la libertad de hacer uso público
de su razón íntegramente, es el final de aquel ¡Nada
de razones!, impuesto por la religión dominante y los estados. Al tiempo, la revolución francesa puso a la libertad como valor primario e
innegociable, seguido inmediatamente por la igualdad y la fraternidad. Adam
Smith –considerado por muchos el padre de la economía, uno de sus grandes
aportes está en añadir un toque mágico a esta hermosa combinación entre Razón,
Libertad y Prosperidad: la colaboración. Sucede
que, a partir de la razón y la libertad individual se llega al progreso
colectivo. Es decir, cada uno siguiendo su propio interés –su propio bienestar- contribuye
al bienestar social.
Y en ese uso de la Razón, Libertad, Prosperidad y Colaboración,
muchos concluyen, que nadie realiza acciones que contribuyan al bienestar colectivo cuando las
mismas van a en contra de su bienestar individual; es estar dispuesto
a hacerse daño a sí mismo en pos de otro desconocido. Cada hombre es un fin en
sí mismo, no el medio para los fines de otros. Debe existir por su propio
esfuerzo, sin sacrificarse para otros ni sacrificar a otros para sí mismo. La
búsqueda de su propio interés racional y de su propia felicidad es el más alto
propósito moral de su vida.
Libertad, igualdad, fraternidad.
Estas tres palabras constituyen de por sí el programa de todo un orden social que
habría de promover el más absoluto progreso de la humanidad, en caso de que el
principio que ellas representan recibiera una aplicación integral. La
fraternidad, en la rigurosa acepción del término, resume todos los deberes
recíprocos de los hombres; significa devoción, abnegación, tolerancia,
benevolencia, indulgencia. Es la caridad evangélica por excelencia y la
aplicación de esta máxima: “Obrar para con los otros como nos gustaría que los
otros obraran para con nosotros”. Su opuesto es el egoísmo. La fraternidad sostiene: “Uno para todos y todos para
uno”. El egoísmo sostiene: “Cada uno para sí”. Como estas dos cualidades son
la negación una de otra, es tan imposible para el egoísta obrar fraternalmente
en relación con sus semejantes, como para un avaro ser generoso, así como para
un hombre de pequeña estatura alcanzar el tamaño de un hombre alto. Ahora bien,
dado que el egoísmo es la llaga que predomina en la sociedad, mientras este
impere soberanamente será imposible el reino de la verdadera fraternidad. Cada
uno la querrá para su provecho, y no querrá practicarla en provecho de los
otros, o si lo hiciere, será después de haberse asegurado de que no perderá
nada. (Allan Kardec. Obras Póstumas).
El egoísmo, la más grande de las inseguridades, nos
lleva a buscar la inseguridad en nosotros mismos, tratando de ser el centro del
universo y que todos los demás nos sirvan. El egoísta no sabe lo que significa
dar, y menos darse. El egoísta tampoco sabe recibir porque esto lo compromete a
dar. Se siente autosuficiente, busca que los demás le sirvan; pero ha de ser
como él quiere, no como los demás pueden. Por eso, no existe la gratitud en su
corazón. El egoísta siempre causará problemas y lágrimas a su alrededor por
motivos insignificantes. El egoísta hace sufrir a los demás porque dentro de sí
sufre un terrible drama. No se siente amado ni digno de amor.
El orgullo, es una sed desmedida de ambición que nos
hace entrar en competencia: ser más rico que el otro, más sabio que el
compañero, más capaz que el vecino, para demostrar la superioridad sobre los
demás. De esta manera se está siempre descontento. Si el lema del egoísta es:
“todo para mí”, el del orgulloso es: “yo soy superior a ti”. Siempre vive en
competencia pero no puede gozar sus triunfos porque sabe que están fabricados
con humo de vanagloria. Generalmente el orgulloso es muy tolerante con sus
defectos: siempre los excusa, los explica o los niega. Siempre tiene una razón
para justificarse, pero es muy exigente con las faltas y limitaciones de los
demás. Sus faltas nunca son faltas, pero las de los otros son inexcusables,
imperdonables e inolvidables.
Desde el momento en que cada uno piensa en sí mismo antes de pensar
en los otros, y que ante todo busca satisfacer sus propios deseos, intenta
naturalmente proporcionarse esa satisfacción a cualquier precio, y sacrifica
sin escrúpulo los intereses ajenos, sea en las más insignificantes como en las
más grandes cosas, tanto de orden moral como de orden material. De ahí resultan
todos los antagonismos sociales, todas las luchas, los conflictos y las
miserias, dado que cada individuo trata de despojar a su prójimo. Es sabido que
la mayor parte de las miserias de la vida tienen su origen en el egoísmo de los
hombres. (Allan Kardec. Obras Póstumas).
El egoísmo, a su vez, tiene su origen en el orgullo. La exaltación
de la personalidad lleva al hombre a que se considere superior a los otros. Al
suponerse con derechos superiores, se ve agraviado por todo lo que a su
entender constituye un atentado a sus derechos. La importancia que por orgullo
atribuye a su persona, lo vuelve naturalmente egoísta. (Allan Kardec. Obras Póstumas).
Los hombres sabios y experimentados, según el mundo, por lo general
tienen tan alta opinión de sí mismos (Egoísmo) y de su superioridad, que
consideran que las cosas divinas son indignas de su atención (Orgullo). Como
concentran la mirada en su propia persona, no pueden elevarla hasta Dios. Esa tendencia
a creerse por encima de todo, con frecuencia sólo los conduce a negar aquello
que, por no estar a su alcance, podría rebajarlos. Incluso niegan a la propia
Divinidad, o bien, si consienten en admitir su existencia, refutan uno de sus
más bellos atributos: su acción providencial sobre las cosas de este mundo,
pues están persuadidos de que sólo ellos bastan para gobernarlo
convenientemente. Toman su inteligencia para medir la inteligencia universal, y
se consideran aptos para comprenderlo todo, razón por la cual no creen en la
posibilidad de lo que no comprenden. Cuando han pronunciado una sentencia, no
admiten la apelación. (Allan Kardec. El Evangelio según el Espiritismo).
El
egoísmo y el orgullo tienen su origen en un sentimiento natural: el instinto
de conservación. Todos los instintos tienen su razón de ser y su utilidad, dado
que no es posible que Dios haya hecho algo que sea inútil. Dios no ha creado el
mal; el hombre es quien lo produce por el abuso que hace de los dones divinos,
en virtud de su libre albedrío. Así pues, ese sentimiento, contenido dentro de
sus justos límites, es bueno en sí mismo. Lo que lo hace dañino y pernicioso es
la exageración. Lo mismo sucede con las pasiones, a las que a menudo el hombre
desvía de su objetivo providencial. Dios no ha creado al hombre egoísta y
orgulloso; lo creó simple e ignorante; el hombre es quien se ha hecho egoísta y
orgulloso, exagerando el instinto que Dios le dio para su propia conservación.
(Allan Kardec. Obras Póstumas).
El egoísmo es la negación de la caridad. Ahora bien, sin caridad no
habrá paz en la sociedad. Os digo más, no habrá seguridad. Con el egoísmo y el
orgullo dándose la mano, la vida será siempre una carrera en la que triunfa el más
astuto, una lucha de intereses en la que son pisoteados los más puros afectos,
en la que ni siquiera se respetan los sagrados lazos de la familia. (Allan
Kardec. El Evangelio según el Espiritismo).
La causa del orgullo está en la creencia que tiene el hombre de su
superioridad individual. Incluso ahí se hace sentir la influencia de la
concentración de los pensamientos en la vida terrenal. Para aquel que nada ve
delante de él, detrás de él, ni encima de él, el sentimiento de la personalidad
es predominante y el orgullo carece de límites. (Allan Kardec. Obras Póstumas).
El
egoísmo, esa llaga de la humanidad, debe desaparecer de la Tierra, porque
impide el progreso moral. Al espiritismo está reservada la tarea de hacerla
ascender en la jerarquía de los mundos. El egoísmo es, pues, el objetivo hacia
el cual todos los verdaderos creyentes deben apuntar sus armas, sus fuerzas, su
valor. Digo valor, porque es necesario mucho más valor para vencerse a sí mismo
que para vencer a los otros. Por consiguiente, ponga cada uno el mayor empeño
para combatirlo en sí mismo, pues ese monstruo devorador de las inteligencias,
ese hijo del orgullo, es la fuente de todas las miserias de la Tierra. El orgullo
es la negación de la caridad y, en consecuencia, el más grande obstáculo para
la felicidad de los hombres. (Allan Kardec. El Evangelio según el
Espiritismo).
Amilcar
Pertuz Reyes
Director
Organización
Espírita Reencuentros por Amor
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